Javier Marías
Ya que los críticos tienen por costumbre, deber y negocio hacer recomendaciones continuas y aun amonestar a los escritores jóvenes, y habida cuenta de que en este mundo de las letras se tiene la inconcebible gentileza de considerar jóvenes a los autores hasta la edad de cincuenta años, puede sucederle a un escritor que haya empezado a publicar tempranamente que se pase la mitad de su vida adulta recibiendo recomendaciones y amonestaciones en vez de juicios. Por ello espero que no parezca ofensivo, sino una pálida compensación, que un novelista se permita por una vez hacer a los críticos jóvenes algunas recomendaciones superficiales, a la vista de los vicios en que incurren en la actualidad muchos de sus mayores. Si las recomendaciones no van dirigidas a éstos, no es en modo alguno por desdén o por darlos por imposibles (el caso de Cervantes impide que en este país se le retire del todo el crédito a ningún individuo que esgrima pluma hasta los cincuenta y siete años), sino por respeto, esto es, por suponer que si incurren en vicios es por su libre elección y no por bisoñez ni falta de discernimiento.
Mis recomendaciones, como ya he dicho, son muy
superficiales, y no atañen a cosas tales como la honradez, la insobornabilidad,
la justicia, la objetividad, la didáctica o el gusto, sino a aspectos ornamentales. Algunas de mis observaciones me producen
sonrojo, al parecerme perogrulladas; pero los hábitos de demasiados críticos
invitan a pensar que se trata del colectivo intelectual menos evolucionado
desde la muerte de Franco -con notables excepciones-, y por tanto a mencionar
cuestiones que para algunos resultarán obvias. A ellos pido disculpas de
antemano.
Uno de los mayores vicios introducidos en los últimos
años es el vago y manoseado concepto de lo light en literatura, convertido en
gran anatema: cuando los críticos quieren desestimar una obra, nada les parece
más eficaz e infamante que tildarla de light (o ligera o liviana o superficial
o inane). Pero veamos cuáles suelen ser los elementos que hacen que una novela,
por ejemplo, sea así juzgada. En primer lugar, y por asombroso que resulte
enunciar lo que leemos todas las semanas en los periódicos, el número de
páginas de una obra ha pasado a constituir una de sus características principales y uno de los
principales motivos de sospecha. Que una narración no llegue a las doscientas
páginas parece irritar a muchos críticos, cuando deberían estar agradecidos a
los autores por no darles excesivo trabajo. Recelosos por naturaleza (hay
tantos que recuerdan a los inspectores de Hacienda), los críticos tenderán a
suponer que el autor de un libro de esa o menor extensión la habrá elegido para
publicar rápidamente y mantenerse en candelero o porque le falta aliento, sin
pararse a pensar en que cada historia pide su propia extensión y en que por
fortuna hay muchas que la exigen breve, como lo hicieron algunas de las más
profundas e indiscutibles obras maestras de la literatura: El corazón
de las tinieblas, de Conrad, tiene ciento
veinte páginas en la edición que poseo; La vuelta de tuerca, de James, ciento cincuenta y ocho; el Adolphe,
de Constant, ciento cincuenta; Jekyll
& Hyde, de Stevenson, setenta y cuatro, y, por mencionar
algo reciente, el magnífico Ensayo sobre el cansancio, de Handke, ochenta y seis. Por el mismo
razonamiento, una novela de trescientas páginas escapará por decreto al temible
adjetivo, cuando son numerosas las novelas actuales de esa o mayor extensión
que la alcanzan sólo porque están estiradas o infladas, y que serían mucho
mejores y más intensas si se les hubieran suprimido doscientas de aire, que es,
como todos sabemos, lo más ligero. (No juzgar nunca un texto por su número
de páginas.)
Pero los elementos para considerar light o no una obra no terminan ahí,
sino que también entran cosas tales como el lugar en que transcurre la. acción
(a los críticos les parece frívolo que no sea en una ciuda española de
provincias o en el campo español) y, por supuesto, lo que se suele llamar «el
material narrativo». Resulta sorprendente que todavía haya críticos que se
permitan hablar de «la realidad» (o incluso de «la realidad objetiva»), sin
percatarse de que en literatura no hay más «realidad» que la
literaria. Y no acaban de aceptar que la realidad literaria de un país
no depende de cómo sea ese país ~i!.1 ni de lo que
acontezca en él, sino de los literatos de ese país, de lo que ellos escojan en
cada momento como «material» para sus obras. Esa «realidad» es, por
tanto, cambiante e inaprehensible e imprevisible, no está dada de antemano, no
está sujeta a temas, escenarios o modelos predeterminados. Y por ello toda obra
literaria, aun la más fabuladora o fantasiosa, no es que «se enmarque» en la
«realidad» de un país, es que acaba configurándola para el futuro.
Resulta grotesco que todavía haya gente lo bastante osada para dictaminar cuál
es la «realidad» de cada época, y sin embargo muchos críticos se lamentan de
que la novela actual no hable del paro, las drogas, la corrupción política o
los crímenes de la miseria (es decir, de lo que habla la prensa), como si la
elección de ese «material narrativo» fuera en sí misma una garantía de gravedad
y librara de lo light por ensalmo a la obra que lo eligiera. Además de eso,
basta con que en una novela pasen cosas «tremendas» para que el anatema ya no
sea aplicable, lo cual lleva con frecuencia a los críticos a preferir (aún hoy)
dramones rurales o folletines ciudadanos por encima de cualquier, otra cosa.
Pocas veces se han dado más novelas light en la historia que en la España de la
postguerra, y alguna, por cierto, tenía sólo ciento noventa páginas. (No
juzgar nunca un texto por su «material narrativo» sin detenerse a mirar cuál es
su tratamiento. )
Otro vicio es el de dar demasiada
importancia a la historia o argumento o trama. Sospecho que muchos críticos, al
cerrar un libro, llevan a cabo una especie de ejercicio de sinopsis del
«argumento». Se responden, creo yo, a algo así como lo siguiente: ¿cuál ha sido
la historia de esta novela, en resumidas cuentas? En resumidas cuentas es
como jamás debe considerarse una novela, porque cualquier argumento, reducido a
esas cuentas, puede enunciarse como un melodrama (todos los de Faulkner,
por ejemplo) o como algo inane: «Un viejo hidalgo español decidió creerse
caballero andante, salió a correr aventuras y al cabo del tiempo regresó a su
casa para recobrar el juicio y encontrar la muerte». Algo no muy distinto sería
la «trama» del Quijote, cuya «historia» es muy simple o, como gustan de
decir los críticos, muy «delgada», pero no lo es su tratamiento ni lo que está
fuera de ella. (No juzgar nunca un texto por lo que se puede contar que
cuenta.)
Pero aún hay más. Está muy extendida
la tendencia a hablar de casi cualquier cosa salvo de la obra objeto de
crítica: del autor, de sus anteriores libros (que en ese momento suelen ser
bastante mejores que en el de su aparición) y, sobre todo, de las lecturas
generales del crítico. No vaya referirme al que sólo busca su propio lucimiento
(del que ya se sabe bastante), sino a aquel otro que, al gozar de buena memoria
literaria, cree que al lector de periódicos, que quizá no la tiene o en todo
caso no puede tener la misma, le ilustrará la relación que él establezca
entre el libro criticado y lo que su lectura le ha hecho rememorar: ciertos
recursos de Madame Bovary, la estructura de Anna Karenina o el
punto de vista de La Regenta. Es posible que,
poseído por su facunda memoria, el crítico acabe haciendo más una reseña
oblicua de Madame Bovary, Anna Karenina o La Regenta que del
libro de que se ocupa. También cabe que dicho libro le sirva para demostrar su
buena comprensión de Bajtín, Genette, De Man o Francesco Orlando, lo cual es
aún peor, ya que aquí ni siquiera existirá la posibilidad remota de que el
lector de la reseña comparta sus conocimientos. (Procurar hablar del texto
de que se habla.)
Comprendo que las
perogrulladas cada vez lo son más, pero más frecuente es cada vez oír decir a
algunos críticos que tal novela da, o más bien es, «una lección moral»
(también son muchos los escritores que anuncian que sus novelas son eso, o
piden que lo sean las de los demás). A mi modo de ver, no sólo la literatura
sigue sin tener nada que ver con la moral, sino que lo último que ha de
encerrar es una «lección», de la clase que sea. (No juzgar nunca un texto
por lo que enuncia, sino por lo que tiene de inexplicable.)
Por último, y esto es lo
más ornamental de todo, existe un constante abuso del término «mentira» (aquí
los mayores culpables son los propios novelistas) al hablar de literatura. Se
ha convertido en un lugar común asegurar que la novela es mentira, que el
escritor es un mentiroso, que escribir consiste en mentir, todo dicho con
complacencia. Pese al título de Manganelli La letteratura come menzogna (que
no está traducido y pocos aquí conocen), yo tenía entendido que la literatura
no «mentía», sino que inventaba, y que entre ambas cosas había una
diferencia clara, sobre todo si recordamos lo que etimológicamente quiere decir
«inventar», a saber: descubrir, hallar. (No hablar más, por favor, del
escritor como de un mentiroso.)
Hay en España algunos
críticos excelentes, pero son los menos. Vuelvo a disculparme ahora con ellos
por haberme permitido usurpar aquí sus funciones y haber hecho estas
recomendaciones superficiales a sus delfines. y sepan que, si me he
atrevido a tanto, ha sido sólo porque sé que ellos están demasiado ocupados
amonestando a los escritores jóvenes y no tan jóvenes, como es su costumbre,
deber y negocio.
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