Monday, April 23, 2012

Decantando el pensamiento. El ensayo académico y la investigación en literatura



DECANTANDO EL PENSAMIENTO



 
EL ENSAYO ACADÉMICO Y LA INVESTIGACIÓN EN LITERATURA

Luz Marina Rivas
Universidad Central de Venezuela
Presentación en la Universidad de Carabobo, Valencia, 2000


En este encuentro pretendo hacer algo así como un meta-ensayo, es decir, un ensayo, tal como se lo entiende tradicionalmente: un texto reflexivo y personal en el que no se pretende agotar un tema,  sobre lo que me gustaría llamar “ensayo académico”. Éste sería el texto que da cuenta de una investigación académica, en cualquier área o disciplina humanística, e incluso en el desarrollo de algunos problemas científicos que intenten explicar fenómenos y que excedan los límites de un informe. Sin embargo, como mi personal experiencia es la de la investigación literaria, me referiré en particular al ensayo académico como vehículo contenedor de los hallazgos  de un investigador de esta disciplina.
Frecuentemente, el crítico literario que trabaja desde la Academia tiene dificultades en su adscripción a un campo amplio del conocimiento. Los científicos de otras disciplinas lo miran con sospecha; difícilmente se le ha dado cabida al investigador literario en el estrecho club de los científicos. A menudo se confunde su trabajo con su objeto. Al fin y al cabo, como humanista que es, produce ensayos. Si su objeto es la literatura –y dentro de ella puede aparecer el ensayo como corpus de estudio- suponen que él mismo es un creador literario; por lo tanto, un artista, es decir, no es científico ni serio: es simplemente, un escritor. Desde el lado de los poetas y de los creadores de ficciones o dramas, el crítico es una especie de juez no siempre grato, al cual no se le concede la condición de artista; a veces, incluso, se lo mira como un parásito del artista: vive de éste. Su obra se apoya en la creación ajena. Probablemente, dicen algunos, se trata de un narrador, dramaturgo o poeta frustrado, que no tiene más remedio que dedicarse a escribir sobre lo que otros escriben. Sería, entonces, un escritor de segunda categoría. Para complicar más aún  las arenas movedizas en que el crítico académico se mueve, cabe mencionar que existen también los ensayistas que se ufanan de estar fuera de la Academia, de no ser científicos, de concederse la libertad de escribir sin hacer citas, de hablar de un tema desde la plataforma de su propio criterio,  sin ser necesariamente sistemáticos. El ensayo resulta, entonces, un género que abarca gran amplitud de tipos de escritos, desde la opinión más libremente formulada en lenguaje lúdico, hasta un trabajo metódicamente elaborado, que argumenta acerca de algún tema sobre la base del estudio profundo. Puede ser un trabajo breve, de algunas pocas cuartillas o una obra de gran extensión. En ese amplio espectro de producción hay  aspectos básicos que tienen en común todos los ensayos: no pretenden ser la última palabra sobre el tema desarrollado; apuntan más bien a una visión personal de un problema; esa visión  se fundamenta en argumentaciones, por lo cual el ensayista, además de un buen expositor, un buen argumentador. Además, los ensayos pueden motivar respuestas, es decir, otros ensayos que los impugnen o que los validen.
Venezuela ha tenido ensayistas de gran talla, que han escrito con propiedad sobre literatura, artes plásticas, política, economía y sobre la cultura en general, cultivando múltiples estéticas del lenguaje que pueden ir de lo coloquial a lo poético, de lo metafísico a la cotidianidad más pedestre, de la seriedad a la mordacidad, de la elaboración profunda al desparpajo más sorprendente. A todo lo largo de la historia venezolana han surgido nombres como los de Fermín Toro, Juan Vicente González,  Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Pascual Venegas Filardo, Arturo Uslar Pietri, José Ignacio Cabrujas,  Salvador Garmendia,  Ibsen Martínez,  que nos permiten decir que nuestro país ha tenido pensadores que se han sentido concernidos por la totalidad toda de la vida nacional  –valga la redundancia-, a quienes de modos diversos les ha dolido el país o han celebrado sus logros. Menos nombradas están también las mujeres ensayistas, mujeres que han escrito sobre sus preocupaciones sociales o políticas, en su mayoría periodistas: Lucila Palacios, Carmen Clemente Travieso, Gloria Stolk, Ida Gramcko, Elisa Lerner, Victoria De Stéfano.  Más recientemente, voces como las de Stefania Mosca o Milagros Socorro llaman nuestra atención con sus reflexiones sobre nuestra difícil cotidianidad. Si nos fijamos en estos nombres, encontraremos que la mayoría de ellos están ligados a la literatura venezolana y  notaremos  que muchos de ellos están ligados a otras manifestaciones de la literatura, como la ficción, la poesía o el teatro. Y sus escritos todos son, por supuesto, material de estudio para el crítico académico, estudioso de la literatura.
Vistos estos ejemplos, podemos decir que en Venezuela, el ensayista es, a menudo, cronista. Testigo del mundo que le toca vivir, elabora reflexiones propias, habla con la autoridad de la experiencia vital, y lo hace sobre cualquier tema que le afecte a sí mismo o a su entorno de una u otra manera. En éste, nuestro “país portátil”, como lo llamó una vez Adriano González León en su magnífica novela; en este país de precariedades, nuestros intelectuales han sido frecuentemente “toeros”, como se dice popularmente. Opinan prácticamente acerca de todo. Cuando los críticos queremos estudiar el ensayo en Venezuela, es el trabajo de estos talentosos “toeros” el que llama nuestra atención.
¿Dónde queda, frente a este amplio panorama, el ensayo académico sobre la literatura? ¿Qué hacer frente a este notorio paisaje de escritores consagrados por la agudeza de su pensamiento y el diestro manejo del lenguaje?
El ensayo académico es el producto de un especialista. Su autor se vincula a una disciplina específica, porque sólo desde ella habla con autoridad. Su trabajo, además, se caracteriza por ser sistemático, por la discusión exhaustiva, por indagar en el conocimiento anterior que se ha producido sobre el tema, por incorporar en su texto un diálogo con la teoría para probarla en sus posibles aplicaciones, o incluso, para producir teoría. El lenguaje de este tipo de trabajo tiene una mayor limitación de registros lingüísticos, menor acceso a lo coloquial, por ejemplo; claridad expositiva, por ejemplo. Ello no quiere decir que deba privarse de un trabajo estético sobre la arcilla que es el lenguaje. Éste puede moldearse en el torno del buen decir. Un ensayo académico puede ser un texto de placer a la vez que aporta algo al conocimiento de la disciplina. Como un ejemplo palpable, está la maravillosa figura de Roland Barthes en las obras de su madurez. El gran apólogo de El placer del texto sabía decir bien, sin dejar de ser sistemático, dentro de su aparente no sistematicidad. Igualmente, podemos encontrar en nuestros ensayistas venezolanos, ejemplos de una altísima calidad de la prosa, como José Manuel Briceño Guerrero, cuyo ensayo Discurso salvaje, que teoriza sobre nuestra conflictiva adscripción a la cultura occidental, está elaborado narrativa y poéticamente. ¿Qué tiene, entonces, de ensayo un tipo de trabajo como éste, es decir, el ensayo académico que da cuenta de una investigación, que generará una tesis en el campo de las humanidades?
En el mundo posmoderno en que vivimos, en el que todas las certezas se van fracturando, en el que algunas disciplinas invaden los terrenos de las otras, en el que la historia ha hecho crisis, al igual que los llamados “grandes relatos” y las utopías se desmoronan, en el que la “Verdad” con mayúscula ha sido sustituida por “verdades”, en el que los géneros literarios desdibujan sus viejas fronteras y se permean los unos en los otros, nadie puede ya elaborar trabajos con el nombre de “Tratado de...” Todos sabemos que dentro de las humanidades no puede haber “una última palabra”, que nuestros trabajos deben dejar alguna puerta abierta a nuevas elaboraciones y que pueden ser discutidos y hasta objetados. Por ello, escribimos ensayos. “Ensayos” con la significación de “ensayar”, “probar”. Los títulos que escogemos dan fe de la limitación patente que apreciamos en nuestros aportes. Hablamos de “aproximaciones a”, de “miradas”, de “introducción al estudio de”, de “algunos aspectos acerca de” o elegimos títulos con sabor a poesía, que ilustran metafóricamente nuestros hallazgos y resultan en sí mismos la afirmación de una conciencia de la transitoriedad del conocimiento, de estar apenas en algún escalón o algún estadio del saber que no es concluyente. Antonio Cornejo Polar, maestro en el quehacer de la crítica literaria, en uno de sus últimos libros no propone conclusiones, sino aperturas, marcando de esta manera esta conciencia en sí mismo. El ensayo académico propone, entonces, saberes transitorios sobre los cuales otros construirán otros saberes, los que van conformando en cada momento la estructura de referencias necesaria para evitar el vértigo del caos.
Ahora bien, esta conciencia de transitoriedad no implica falta de rigor o de exhaustividad. El ensayo académico tiene ciertas exigencias de la Academia. Entre ellas está el rigor. No se puede no ser riguroso cuando se procede a analizar un texto literario. Entonces, el crítico se encuentra con varias exigencias. La más visible, en un primer momento, es la teoría, es decir el instrumental necesario para realizar un análisis que sea profundo, que sea exhaustivo, que permita hacer aportes originales. Sin embargo, con frecuencia el investigador novel no alcanza a comprender la importancia de la teoría. Tiende a confundirla con una extraña compulsión a hacer citas, o con la idea errada de que es necesario incorporar en el trabajo a todos los teóricos que están marcando pauta. Las teorías, como las modas, tienen momentos de intenso atractivo. En los años setenta, la crítica marxista, el psicoanálisis y el estructuralismo se encontraban en la cresta de la ola; en los años ochenta, los formalistas rusos, Bajtín a la cabeza, y el análisis del discurso resultaban casi de mención obligada para muchos estudiantes; los años noventa han sido los años de los Estudios Culturales en algunos países y de la Hermenéutica en otros.
La elección de un instrumental teórico es algo muy delicado. En primer lugar, cabe preguntarse para qué sirve la teoría, o mejor aún, ¿cómo puede la teoría facilitarnos que no obstaculizarnos el abordar un texto? Por ello,  lo fundamental es ir al texto primero, no a un corset teórico. Resulta necesario preguntarse qué queremos saber del texto, qué estamos leyendo en él, para decidir entonces cuál es el vehículo que nos llevará con mayor eficiencia a esa lectura. ¿Me interesa su composición interna, su estructura, sus registros de lenguaje? ¿Me interesa su discurso ideológico?  ¿Su diálogo con otros discursos o con otros textos? ¿Busco en él su proceso de producción, su adscripción a un sistema literario o a un periodo histórico? ¿Intento comprender algún aspecto de  la sociedad que lo ha producido a través de sus discursos? ¿Creo ver en él las marcas de un género, una postura filosófica, una relación con determinados aspectos de la cultura? ¿O todo eso?  Obviamente, tenemos que formularnos preguntas que nos permitan delimitar un campo de acción. Sin embargo, formularlas resulta muy difícil si el texto objeto de nuestro estudio es un desconocido, o está en una posición marginal con respecto a la teoría.
El papel de la teoría es al crítico literario el mismo que el de una caja de herramientas a un artesano. Dependiendo de lo que se quiera hacer se escogerán las herramientas idóneas, sin perder de vista el objetivo, que es por supuesto el conocimiento de una obra o de un conjunto de obras que constituyen el corpus de estudio.
Curiosamente, como la literatura representa en sus creaciones tantas facetas de la vida humana, los estudiosos de la literatura buscan su instrumental en los aportes de otras disciplinas, como la lingüística para estudiar los discursos, su composición y su pragmática; como la psicología para acceder a la construcción de personajes y a la develación de tramas complejas; como la historia para hacer periodizaciones y formalizar tendencias; o la sociología, o la filosofía. Algunos pensadores posmodernos como Baudrillard, Deleuze y Guattari extraen sus teorías incluso de la física, la matemática y hasta la biología. Sobre sus interpretaciones de la cultura se construyen muchos trabajos de crítica literaria, algunos de gran excelencia. Sin embargo, si no se tiene cuidado, si no se estudian a profundidad estas teorías, cabe el peligro de interpretar ingenuamente disciplinas ajenas. El crítico literario no es ni sociólogo, ni historiador, ni psicólogo. Las lecturas apresuradas de los aportes de estas ciencias pueden producir miradas reduccionistas de problemas complejos.
Una tendencia creciente en las universidades es la de dejar de lado los textos literarios y concentrarse en la teoría, e incluso cuestionar qué es la literatura. Dentro de cierta visión de la cultura, esto es una posición respetable en tanto que también los textos teóricos son susceptibles de análisis y que para muchos estudiosos, estos textos tienen más que decir de la cultura que los textos ficcionales o poéticos. Una posición así tomada pone de relieve como corpus los escritos de un Derrida, de un Paul de Mann, de un Jameson, de un Said o de una Spivak. Esto en sí, no es necesariamente cuestionable. Lo que puede ser muy riesgoso para realizar un ensayo académico es una intoxicación de lecturas teóricas, es decir, un torrente interminable de citas o alusiones a los teóricos de punta, sin construir con ello un análisis coherente, sin que los aportes de estos teóricos resulten en un enriquecimiento de los análisis de los textos propuestos. Resultan así trabajos de una pobreza extrema: un gran capítulo teórico dedicado a enunciar ideas ajenas sobre las cuales no se toma ninguna posición personal ni se reflexiona sobre ellas –es decir, no se hace un ensayo- y se dedica poco espacio al análisis del corpus propuesto por no haber tenido claro el papel instrumental de la teoría.
La coherencia es, entonces, una condición fundamental para lograr el rigor. Preguntarse cómo el ensayo completo está sistémicamente bien construido implica trazar el diseño básico de su estructura antes de comenzar a escribir. Esto requiere un buen dominio tanto del texto o los textos que se analizan como del instrumental para abordarlos. Debe estar clara para el crítico la relación entre los objetivos del trabajo con la teoría y con su aplicación. Si el propósito es, por ejemplo, estudiar cómo una novela histórica constituye como discurso la impugnación de la historia oficial, poco favor nos puede hacer probablemente la noción lacaniana del estadio del espejo en el desarrollo infantil, que, en cambio es fundamental para comprender el texto biográfico Barthes por Barthes. Probablemente, ciertos aportes de la sociocrítica o de los desarrollos de la historiografía, así como las teorías sobre la novela histórica, iluminarán mejor el trabajo sobre la hipotética novela.
No debe perderse de vista que el papel de la teoría es el de iluminar la comprensión del texto que analizamos, no oscurecerlo. Debe estar clara la vinculación de la teoría con el texto. En ese diálogo que establecemos entre la teoría y el corpus, surge la coherencia metodológica, es decir, la estructuración de un hilo conductor del trabajo que muestre a nuestros lectores cómo relacionamos las ideas con un propósito evidente.
Podemos entonces proceder de dos maneras. O nos preguntamos qué instrumental teórico es el más idóneo para analizar el texto que nos interesa, o decidimos investigar una teoría como nuestro centro de atención principal y la probamos en textos cuya relación con ella pueda demostrarse.
En general, prefiero la primera opción, pues los textos mismos ofrecen un material suficientemente complejo como para que un solo sistema teórico sea insuficiente para dar cuenta del mismo.
La experiencia con el texto necesariamente debe ser placentera y debe reunir varias lecturas. La primera de ellas, para mí, debe ser como la primera lectura de cualquier lector que lee por el placer de leer. Julio Baena, antiguo condiscípulo y actualmente  profesor de una universidad norteamericana, decía en sus tiempos de estudiante, que teníamos la suerte de trabajar con lo que se había hecho para producir placer. En efecto, el texto literario es un texto de goce –goce estético, goce intelectual o simplemente, goce lúdico-. Es necesario experimentar ese goce como lo haría un lector común en el primer acercamiento a una pieza literaria. Al fin y al cabo, uno de los papeles del crítico consiste en orientar a los lectores. Esa primera experiencia con el texto ya produce observaciones iniciales, ya nos dice cuál es la orientación del texto, nos habla de las complejidades de su construcción, produce efectos en nosotros. A partir de este primer conocimiento es posible formularse las preguntas que se indicaban arriba. Fundamentalmente, ¿cómo quiero leer este texto?, ¿en función de qué coordenadas debería analizarse?
Hecho esto, vale entonces la pena iniciar una segunda lectura, rastreando lo que consideramos ejes importantes en el texto, tanto en su construcción estructural, como estética, como de ideas. Esta lectura más cuidadosa nos lleva a hacernos otras preguntas encabezadas con ¿por qué? ¿Por qué esta estructura?, ¿por qué este ensamblaje de las partes?, ¿por qué estos personajes?  Según lo que percibamos, podríamos pensar que estas respuestas deben estar en determinadas relaciones del texto con problemas lingüísticos, psicológicos, filosóficos, sociales o culturales; tal vez varios de éstos. Si podemos evidenciar estas relaciones, tendremos entonces el primer paso para la elección del marco teórico adecuado, que convendrá revisar. En este momento estamos ya inmersos en el proceso de investigación, que tiene dos vías. La primera de ellas consiste en investigar cómo ha sido leído ese texto previamente, qué ha dicho la crítica de él y cuándo lo ha dicho. ¿Ha sido valorado el texto? ¿Ha sido silenciado? ¿Por qué? ¿Qué se ha dicho de él anteriormente y qué nuevos aportes puedo dar? ¿En qué coincide o no mi lectura con aquellas lecturas previas? ¿Qué es lo nuevo que se puede decir de este texto? La segunda vía consiste en la revisión del instrumental teórico, en su lectura cuidadosa y reflexiva, en su discusión con otros investigadores, en su digestión lenta y segura. Es muy importante comprender a cabalidad los textos críticos y no hacerles decir lo que no dicen. Frecuentemente, una cita fuera de contexto puede expresar algo que nada tiene que ver con el discurso original de donde fue extraída. Un lector perspicaz puede notarlo.
Después de realizadas las lecturas, procurando que ese instrumental sea actualizado e interesante, comienza el duro trabajo de preguntarse cómo puede ser utilizado para el abordaje del o de los textos que constituyen el corpus. Por supuesto, si estamos trabajando con determinado corpus, cabe justificar con argumentos por qué ese corpus merece ser estudiado y qué criterios han privado para su escogencia.
Aquí comienza un intenso trabajo de diálogo a solas entre el crítico, la teoría y los textos. Se trata de ir tejiendo con la paciencia de Penélope una red de relaciones y significaciones. Esa red no está en los libros; es el marco de lo que será nuestro trabajo original, nuestra puesta en escena  de todo lo que hemos leído en función de ese análisis, es el momento de probar verdaderamente la utilidad de la teoría para explicar el texto literario, para descubrir todo lo que él dice, aun a pesar de su autor.
Obviamente, el texto expresa un abanico de significaciones expresamente figuradas por el autor, pero muchas veces se pierde de vista que el texto nos dice más de lo que su autor quiso decir o de lo que él cree que ha dicho. Sin caer en el terreno de las especulaciones, el trabajo textual permite visualizar en el microcosmos que es el texto, muestras de todo el universo de la cultura que lo ha producido, así como la particular interpretación que hace de la cultura ese autor. Ello se va leyendo en las marcas del texto mismo, en lo que objetivamente es observable por cualquier lector. Cada lectura, auxiliada por el instrumento teórico más idóneo, nos va mostrando las percepciones de toda una cultura, los presupuestos ideológicos y las imágenes implícitas con los que el escritor ha trabajado aun a pesar suyo.
En este proceso va surgiendo un orden de prioridades y una jerarquización de las ideas que el texto literario nos sugiere. Por supuesto, el orden lo establece el ensayista según la importancia que percibe que tienen los diversos aspectos del análisis. Entonces diseña la estructura del ensayo, el hipotético índice inicial, que a lo mejor variará más adelante. Cada uno de esos aspectos constituye una lectura de alguno de los ejes del texto. En algunas ocasiones, cuando se trabaja con varios textos, es posible rastrear un solo eje, por ejemplo, la construcción de lo femenino en un grupo de obras, o la noción de la muerte, o las manifestaciones de la violencia. El caleidoscopio de posibilidades resultante al estudiar los distintos acercamientos a estos temas en textos diferentes puede producir la develación de ciertas constantes y la constatación de variables que se pueden explicar. Esta explicación necesita de una argumentación sólida cuyas bases pueden ser proporcionadas por la teoría.
El trabajo realizado de esta manera es inductivo y procede, como los científicos, partiendo de la observación primero que nada. El universo o la muestra es, en este caso, el o los textos. La observación se hace rigurosa cuando se cuenta con el instrumental adecuado para hacerla. Obviamente, cuanto más bagaje teórico tiene el crítico, más profundo y exhaustivo  puede resultar el ensayo, pero ello no significa que haya que conocer todas las teorías para comenzar a trabajar. El bagaje crítico difiere mucho de un investigador a otro. Ciertos investigadores hacen escuela y orientan su trabajo hacia ciertos textos y hacia ciertos presupuestos.
Mi experiencia en ese sentido es más bien ecléctica. Todas las lecturas que sean iluminadoras para un texto son las que necesito, sin importar si sus autores están o no en la cresta de la ola. En los estudios literarios no se puede proceder, como en las ciencias duras, a trabajar únicamente con la bibliografía de más reciente factura. Por supuesto, la actualización es importante, pero no puede dejarse de lado los aportes que ciertos pensadores han hecho hace diez o veinte años. La cultura lleva un ritmo más lento que los avances tecnológicos, por lo cual las interpretaciones de ciertos visionarios que se adelantaron a su tiempo, pueden ser constatadas hoy en día y evidenciadas en los textos literarios, por ejemplo. En particular, en un espacio como el latinoamericano, tendemos a olvidar a nuestros propios pensadores y a enfocar la mirada hacia lo que continúa produciéndose en las metrópolis de la cultura occidental. Sin embargo, sin despreciar los aportes que los franceses o los norteamericanos puedan proporcionarnos, o los latinoamericanos que se han ganado un lugar en la Academia norteamericana, no podemos ignorar a nuestros propios intérpretes de nuestra realidad si estamos estudiando textos venezolanos o latinoamericanos. En una ocasión, durante un congreso sobre literatura caribeña, una de mis colegas de la Universidad Central de Venezuela, leía una ponencia acerca de la presencia del negro en la literatura venezolana. En la posterior sesión de preguntas, cierta persona del público le criticó el hecho de no haber citado a Foucault en un trabajo de esta naturaleza. Con mucha ironía, la Dra. Elena Lázaro, de la Universidad del Sagrado Corazón, salió en defensa de la colega preguntando: “¿Y qué sabe Foucault del negro caribeño?” Probablemente, en este caso, alguna de las reflexiones de Foucault podrían contribuir a esclarecer algún aspecto del trabajo, pero su incorporación en un trabajo sobre este tema no puede ser obligante. La especificidad del mismo puede más bien requerir de las específicas reflexiones sobre el tema producidas en el espacio caribeño mismo. Los teóricos franceses, con su importante producción, han causado furor entre los investigadores de este lado del mundo. Eso está bien. La importancia de su pensamiento no se puede ignorar y, por supuesto, muchos de sus aportes han probado ser muy útiles en los estudios literarios, pero no se puede concebir que sus teorías puedan explicarlo todo.
Una vez realizadas las lecturas, una vez establecida la utilidad metodológica de la teoría, una vez esbozado un esquema jerárquico de las ideas, una vez tejida la red de relaciones entre los textos y una vez aclarada la argumentación que sustentará sólidamente nuestra visión del o los textos estudiados, queda la cuestión espinosa de la escritura misma. ¿Cómo escribir el ensayo académico? ¿Qué tono deberíamos darle a nuestro discurso, nosotros, ensayistas académicos, los del trabajo callado sin pretensiones de ser artistas; nosotros, reformuladores de teorías ajenas, dialogantes conscientes con una inmensa y variada bibliografía?
La escritura del ensayo académico debe tener la mesura que la Academia exige, por supuesto, pero no por ello tiene que ser tediosa o críptica. Si bien el lenguaje puede recurrir a cierta terminología especializada, cabe preguntarse quién nos va a leer, cómo queremos ser leídos y comprendidos. Teniendo claro el lector ideal que queremos, podemos construirlo en nuestro texto mismo. El ensayo académico no tiene un gran universo de lectores como las obras que constituyen su corpus. Como decíamos al principio, este tipo de trabajo es producido por un especialista y se dirige en general a otros estudiosos de la literatura, pero si queremos que ese universo no sea tan reducido, si queremos que otros lectores menos especializados u otros colegas cuyos derroteros teóricos son muy distintos, nos comprendan, resulta imprescindible expresarse con claridad, delimitar muy bien las significaciones que le atribuimos al instrumental teórico, sintetizar  grandes lecturas para hacer más ágil su diálogo con otras lecturas. La claridad y la delimitación de los conceptos que manejamos son indispensables para hacernos comprender. Una misma palabra puede tener matices diferentes para distintos autores. Debemos precisar muy bien qué queremos decir con ella. Incluso los especialistas, que continuamente están leyendo, no siempre tienen frescos conceptos complejos. La conceptualización, además, requiere muchas veces un proceso de reflexión de nuestra parte que debemos hacer visible. Resulta, por lo tanto, un acto de cortesía, no presumir que el lector conoce de antemano toda la teoría. Aunque así fuera, agradece que se la recuerden. La claridad expositiva es fundamental en la escritura del ensayo académico.
Al mismo tiempo, el ensayista académico, aunque no tenga el público de un García Márquez, no debe olvidar que es también un escritor. Muchas veces, los congresos, simposios, encuentros y afines dividen a sus participantes entre “los escritores” y “los críticos”, como si estos últimos no fueran también artífices del oficio de escribir, como si no experimentaran también el horror a la página en blanco (más bien a la pantalla del monitor, si nos actualizamos). Precisamente, porque la claridad expositiva lo requiere, podemos echar mano de metáforas, de alegorías que expliquen nuestro pensamiento, sin llegar a exagerar, sin empalagar al lector con una adjetivación profusa o con otras licencias más propias de la poesía o de la narrativa ficcional. Cada texto que producimos requiere una lectura metódica y cuidadosa; hagámosla grata. Que cada parte invite a continuar con la siguiente, que cada idea tenga relación con la anterior. Que el hilo del texto permita cada cierto tiempo un balance de las ideas expuestas para que el lector no se pierda. Las conclusiones parciales son las puertas a las partes que siguen.
Finalmente, no debemos perder de vista la idea de que estamos ensayando, es decir, nuestro texto, por su naturaleza, no puede ser concluyente. No es la última palabra que se dice sobre los textos que nos interesan; por lo tanto, en nuestra escritura debe privar la humildad frente a nuestras propias ideas, entendiendo que no son definitivas y que incluso nosotros mismos podemos cambiar de parecer respecto a ellas, y el respeto a las ajenas. Es muy importante diferenciar las unas de las otras. Muchas veces, en el trasegar demasiado con tantos libros, podemos dar por nuestras las ideas de los otros y esto es deshonesto intelectualmente. Para no caer en el plagio, debemos ser cuidadosos con nuestro fichaje previo de las lecturas, así como con nuestra posición personal frente a ellas. Es más fácil esgrimir la propia opinión cuando se está en desacuerdo con algo. Los argumentos surgen solos. Cuando se está de acuerdo es difícil explicar por qué. Tenemos entonces que generar ideas nuevas en torno a las que compartimos, o relaciones nuevas entre ellas y los textos analizados. Y podemos atrevernos a tener ideas propias, por novedosas y hasta incendiarias que puedan ser. No sólo tenemos que respetar las ideas ajenas, sino también la idea de tener propias y de desarrollarlas.
Recapitulemos, ahora. Personalmente concibo el ensayo académico como un trabajo especializado, pero no definitivo; riguroso, pero no críptico ni tedioso; más bien el ensayo es el lugar de una escritura, por lo que el buen decir y hasta lo lúdico tienen cabida; es también un espacio de papel en el cual ponemos a dialogar nuestras ideas con las ajenas, respetando las unas y las otras.
Para concluir, simplemente les digo que no concluyo, que estas personales experiencias y reflexiones en torno al ensayo académico tampoco pueden terminar aquí. Son apenas pretextos iniciales para invitarlos a ustedes a comenzar un diálogo acerca de este tipo de ensayo, altamente exigente y poco reconocido. Dialoguemos, pues. Ensayemos.

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