DECANTANDO EL PENSAMIENTO
EL ENSAYO ACADÉMICO Y LA
INVESTIGACIÓN EN LITERATURA
Luz Marina Rivas
Universidad Central de Venezuela
Presentación en la Universidad de
Carabobo, Valencia, 2000
En
este encuentro pretendo hacer algo así como un meta-ensayo, es decir, un
ensayo, tal como se lo entiende tradicionalmente: un texto reflexivo y personal
en el que no se pretende agotar un tema,
sobre lo que me gustaría llamar “ensayo académico”. Éste sería el texto
que da cuenta de una investigación académica, en cualquier área o disciplina
humanística, e incluso en el desarrollo de algunos problemas científicos que
intenten explicar fenómenos y que excedan los límites de un informe. Sin
embargo, como mi personal experiencia es la de la investigación literaria, me referiré
en particular al ensayo académico como vehículo contenedor de los
hallazgos de un investigador de esta
disciplina.
Frecuentemente, el crítico
literario que trabaja desde la Academia tiene dificultades en su adscripción a
un campo amplio del conocimiento. Los científicos de otras disciplinas lo miran
con sospecha; difícilmente se le ha dado cabida al investigador literario en el
estrecho club de los científicos. A menudo se confunde su trabajo con su
objeto. Al fin y al cabo, como humanista que es, produce ensayos. Si su objeto
es la literatura –y dentro de ella puede aparecer el ensayo como corpus de
estudio- suponen que él mismo es un creador literario; por lo tanto, un
artista, es decir, no es científico ni serio: es simplemente, un escritor. Desde
el lado de los poetas y de los creadores de ficciones o dramas, el crítico es
una especie de juez no siempre grato, al cual no se le concede la condición de
artista; a veces, incluso, se lo mira como un parásito del artista: vive de
éste. Su obra se apoya en la creación ajena. Probablemente, dicen algunos, se
trata de un narrador, dramaturgo o poeta frustrado, que no tiene más remedio
que dedicarse a escribir sobre lo que otros escriben. Sería, entonces, un
escritor de segunda categoría. Para complicar más aún las arenas movedizas en que el crítico
académico se mueve, cabe mencionar que existen también los ensayistas que se
ufanan de estar fuera de la Academia, de no ser científicos, de concederse la
libertad de escribir sin hacer citas, de hablar de un tema desde la plataforma
de su propio criterio, sin ser
necesariamente sistemáticos. El ensayo resulta, entonces, un género que abarca
gran amplitud de tipos de escritos, desde la opinión más libremente formulada
en lenguaje lúdico, hasta un trabajo metódicamente elaborado, que argumenta
acerca de algún tema sobre la base del estudio profundo. Puede ser un trabajo
breve, de algunas pocas cuartillas o una obra de gran extensión. En ese amplio
espectro de producción hay aspectos
básicos que tienen en común todos los ensayos: no pretenden ser la última
palabra sobre el tema desarrollado; apuntan más bien a una visión personal de
un problema; esa visión se fundamenta en
argumentaciones, por lo cual el ensayista, además de un buen expositor, un buen
argumentador. Además, los ensayos pueden motivar respuestas, es decir, otros
ensayos que los impugnen o que los validen.
Venezuela ha tenido
ensayistas de gran talla, que han escrito con propiedad sobre literatura, artes
plásticas, política, economía y sobre la cultura en general, cultivando
múltiples estéticas del lenguaje que pueden ir de lo coloquial a lo poético, de
lo metafísico a la cotidianidad más pedestre, de la seriedad a la mordacidad,
de la elaboración profunda al desparpajo más sorprendente. A todo lo largo de
la historia venezolana han surgido nombres como los de Fermín Toro, Juan
Vicente González, Mariano Picón Salas,
Mario Briceño Iragorry, Pascual Venegas Filardo, Arturo Uslar Pietri, José
Ignacio Cabrujas, Salvador
Garmendia, Ibsen Martínez, que nos permiten decir que nuestro país ha
tenido pensadores que se han sentido concernidos por la totalidad toda de la
vida nacional –valga la redundancia-, a
quienes de modos diversos les ha dolido el país o han celebrado sus logros.
Menos nombradas están también las mujeres ensayistas, mujeres que han escrito
sobre sus preocupaciones sociales o políticas, en su mayoría periodistas:
Lucila Palacios, Carmen Clemente Travieso, Gloria Stolk, Ida Gramcko, Elisa
Lerner, Victoria De Stéfano. Más
recientemente, voces como las de Stefania Mosca o Milagros Socorro llaman
nuestra atención con sus reflexiones sobre nuestra difícil cotidianidad. Si nos
fijamos en estos nombres, encontraremos que la mayoría de ellos están ligados a
la literatura venezolana y
notaremos que muchos de ellos
están ligados a otras manifestaciones de la literatura, como la ficción, la
poesía o el teatro. Y sus escritos todos son, por supuesto, material de estudio
para el crítico académico, estudioso de la literatura.
Vistos estos ejemplos, podemos
decir que en Venezuela, el ensayista es, a menudo, cronista. Testigo del mundo
que le toca vivir, elabora reflexiones propias, habla con la autoridad de la
experiencia vital, y lo hace sobre cualquier tema que le afecte a sí mismo o a
su entorno de una u otra manera. En éste, nuestro “país portátil”, como lo
llamó una vez Adriano González León en su magnífica novela; en este país de
precariedades, nuestros intelectuales han sido frecuentemente “toeros”, como se
dice popularmente. Opinan prácticamente acerca de todo. Cuando los críticos
queremos estudiar el ensayo en Venezuela, es el trabajo de estos talentosos
“toeros” el que llama nuestra atención.
¿Dónde queda, frente a
este amplio panorama, el ensayo académico sobre la literatura? ¿Qué hacer
frente a este notorio paisaje de escritores consagrados por la agudeza de su
pensamiento y el diestro manejo del lenguaje?
El ensayo académico es el
producto de un especialista. Su autor se vincula a una disciplina específica,
porque sólo desde ella habla con autoridad. Su trabajo, además, se caracteriza
por ser sistemático, por la discusión exhaustiva, por indagar en el
conocimiento anterior que se ha producido sobre el tema, por incorporar en su
texto un diálogo con la teoría para probarla en sus posibles aplicaciones, o
incluso, para producir teoría. El lenguaje de este tipo de trabajo tiene una
mayor limitación de registros lingüísticos, menor acceso a lo coloquial, por
ejemplo; claridad expositiva, por ejemplo. Ello no quiere decir que deba
privarse de un trabajo estético sobre la arcilla que es el lenguaje. Éste puede
moldearse en el torno del buen decir. Un ensayo académico puede ser un
texto de placer a la vez que aporta algo al conocimiento de la disciplina. Como
un ejemplo palpable, está la maravillosa figura de Roland Barthes en las obras
de su madurez. El gran apólogo de El placer del texto sabía decir
bien, sin dejar de ser sistemático, dentro de su aparente no
sistematicidad. Igualmente, podemos encontrar en nuestros ensayistas
venezolanos, ejemplos de una altísima calidad de la prosa, como José Manuel
Briceño Guerrero, cuyo ensayo Discurso salvaje, que teoriza sobre
nuestra conflictiva adscripción a la cultura occidental, está elaborado
narrativa y poéticamente. ¿Qué tiene, entonces, de ensayo un tipo de
trabajo como éste, es decir, el ensayo académico que da cuenta de una
investigación, que generará una tesis en el campo de las humanidades?
En el mundo posmoderno en
que vivimos, en el que todas las certezas se van fracturando, en el que algunas
disciplinas invaden los terrenos de las otras, en el que la historia ha hecho
crisis, al igual que los llamados “grandes relatos” y las utopías se
desmoronan, en el que la “Verdad” con mayúscula ha sido sustituida por
“verdades”, en el que los géneros literarios desdibujan sus viejas fronteras y
se permean los unos en los otros, nadie puede ya elaborar trabajos con el
nombre de “Tratado de...” Todos sabemos que dentro de las humanidades no puede
haber “una última palabra”, que nuestros trabajos deben dejar alguna puerta
abierta a nuevas elaboraciones y que pueden ser discutidos y hasta objetados.
Por ello, escribimos ensayos. “Ensayos” con la significación de “ensayar”,
“probar”. Los títulos que escogemos dan fe de la limitación patente que
apreciamos en nuestros aportes. Hablamos de “aproximaciones a”, de “miradas”,
de “introducción al estudio de”, de “algunos aspectos acerca de” o elegimos
títulos con sabor a poesía, que ilustran metafóricamente nuestros hallazgos y
resultan en sí mismos la afirmación de una conciencia de la transitoriedad del
conocimiento, de estar apenas en algún escalón o algún estadio del saber que no
es concluyente. Antonio Cornejo Polar, maestro en el quehacer de la crítica
literaria, en uno de sus últimos libros no propone conclusiones, sino aperturas,
marcando de esta manera esta conciencia en sí mismo. El ensayo académico
propone, entonces, saberes transitorios sobre los cuales otros construirán
otros saberes, los que van conformando en cada momento la estructura de
referencias necesaria para evitar el vértigo del caos.
Ahora bien, esta
conciencia de transitoriedad no implica falta de rigor o de exhaustividad. El
ensayo académico tiene ciertas exigencias de la Academia. Entre ellas está el
rigor. No se puede no ser riguroso cuando se procede a analizar un texto
literario. Entonces, el crítico se encuentra con varias exigencias. La más
visible, en un primer momento, es la teoría, es decir el instrumental necesario
para realizar un análisis que sea profundo, que sea exhaustivo, que permita
hacer aportes originales. Sin embargo, con frecuencia el investigador novel no
alcanza a comprender la importancia de la teoría. Tiende a confundirla con una
extraña compulsión a hacer citas, o con la idea errada de que es necesario
incorporar en el trabajo a todos los teóricos que están marcando pauta. Las
teorías, como las modas, tienen momentos de intenso atractivo. En los años
setenta, la crítica marxista, el psicoanálisis y el estructuralismo se
encontraban en la cresta de la ola; en los años ochenta, los formalistas rusos,
Bajtín a la cabeza, y el análisis del discurso resultaban casi de mención
obligada para muchos estudiantes; los años noventa han sido los años de los
Estudios Culturales en algunos países y de la Hermenéutica en otros.
La elección de un instrumental
teórico es algo muy delicado. En primer lugar, cabe preguntarse para qué sirve
la teoría, o mejor aún, ¿cómo puede la teoría facilitarnos que no
obstaculizarnos el abordar un texto? Por ello,
lo fundamental es ir al texto primero, no a un corset teórico. Resulta
necesario preguntarse qué queremos saber del texto, qué estamos leyendo en él,
para decidir entonces cuál es el vehículo que nos llevará con mayor eficiencia
a esa lectura. ¿Me interesa su composición interna, su estructura, sus registros
de lenguaje? ¿Me interesa su discurso ideológico? ¿Su diálogo con otros discursos o con otros
textos? ¿Busco en él su proceso de producción, su adscripción a un sistema
literario o a un periodo histórico? ¿Intento comprender algún aspecto de la sociedad que lo ha producido a través de
sus discursos? ¿Creo ver en él las marcas de un género, una postura filosófica,
una relación con determinados aspectos de la cultura? ¿O todo eso? Obviamente, tenemos que formularnos preguntas
que nos permitan delimitar un campo de acción. Sin embargo, formularlas resulta
muy difícil si el texto objeto de nuestro estudio es un desconocido, o está en
una posición marginal con respecto a la teoría.
El papel de la teoría es
al crítico literario el mismo que el de una caja de herramientas a un artesano.
Dependiendo de lo que se quiera hacer se escogerán las herramientas idóneas,
sin perder de vista el objetivo, que es por supuesto el conocimiento de una
obra o de un conjunto de obras que constituyen el corpus de estudio.
Curiosamente, como la
literatura representa en sus creaciones tantas facetas de la vida humana, los
estudiosos de la literatura buscan su instrumental en los aportes de otras
disciplinas, como la lingüística para estudiar los discursos, su composición y
su pragmática; como la psicología para acceder a la construcción de personajes
y a la develación de tramas complejas; como la historia para hacer
periodizaciones y formalizar tendencias; o la sociología, o la filosofía.
Algunos pensadores posmodernos como Baudrillard, Deleuze y Guattari extraen sus
teorías incluso de la física, la matemática y hasta la biología. Sobre sus
interpretaciones de la cultura se construyen muchos trabajos de crítica
literaria, algunos de gran excelencia. Sin embargo, si no se tiene cuidado, si
no se estudian a profundidad estas teorías, cabe el peligro de interpretar
ingenuamente disciplinas ajenas. El crítico literario no es ni sociólogo, ni
historiador, ni psicólogo. Las lecturas apresuradas de los aportes de estas
ciencias pueden producir miradas reduccionistas de problemas complejos.
Una tendencia creciente en
las universidades es la de dejar de lado los textos literarios y concentrarse
en la teoría, e incluso cuestionar qué es la literatura. Dentro de cierta
visión de la cultura, esto es una posición respetable en tanto que también los
textos teóricos son susceptibles de análisis y que para muchos estudiosos,
estos textos tienen más que decir de la cultura que los textos ficcionales o
poéticos. Una posición así tomada pone de relieve como corpus los escritos de
un Derrida, de un Paul de Mann, de un Jameson, de un Said o de una Spivak. Esto
en sí, no es necesariamente cuestionable. Lo que puede ser muy riesgoso para
realizar un ensayo académico es una intoxicación de lecturas teóricas, es
decir, un torrente interminable de citas o alusiones a los teóricos de punta,
sin construir con ello un análisis coherente, sin que los aportes de estos
teóricos resulten en un enriquecimiento de los análisis de los textos
propuestos. Resultan así trabajos de una pobreza extrema: un gran capítulo
teórico dedicado a enunciar ideas ajenas sobre las cuales no se toma ninguna
posición personal ni se reflexiona sobre ellas –es decir, no se hace un ensayo-
y se dedica poco espacio al análisis del corpus propuesto por no haber tenido
claro el papel instrumental de la teoría.
La coherencia es,
entonces, una condición fundamental para lograr el rigor. Preguntarse cómo el
ensayo completo está sistémicamente bien construido implica trazar el diseño
básico de su estructura antes de comenzar a escribir. Esto requiere un buen
dominio tanto del texto o los textos que se analizan como del instrumental para
abordarlos. Debe estar clara para el crítico la relación entre los objetivos
del trabajo con la teoría y con su aplicación. Si el propósito es, por ejemplo,
estudiar cómo una novela histórica constituye como discurso la impugnación de
la historia oficial, poco favor nos puede hacer probablemente la noción
lacaniana del estadio del espejo en el desarrollo infantil, que, en cambio es
fundamental para comprender el texto biográfico Barthes por Barthes.
Probablemente, ciertos aportes de la sociocrítica o de los desarrollos de la
historiografía, así como las teorías sobre la novela histórica, iluminarán
mejor el trabajo sobre la hipotética novela.
No debe perderse de vista
que el papel de la teoría es el de iluminar la comprensión del texto que
analizamos, no oscurecerlo. Debe estar clara la vinculación de la teoría con el
texto. En ese diálogo que establecemos entre la teoría y el corpus, surge la
coherencia metodológica, es decir, la estructuración de un hilo conductor del
trabajo que muestre a nuestros lectores cómo relacionamos las ideas con un
propósito evidente.
Podemos entonces proceder
de dos maneras. O nos preguntamos qué instrumental teórico es el más idóneo
para analizar el texto que nos interesa, o decidimos investigar una teoría como
nuestro centro de atención principal y la probamos en textos cuya relación con
ella pueda demostrarse.
En general, prefiero la
primera opción, pues los textos mismos ofrecen un material suficientemente
complejo como para que un solo sistema teórico sea insuficiente para dar cuenta
del mismo.
La experiencia con el
texto necesariamente debe ser placentera y debe reunir varias lecturas. La primera
de ellas, para mí, debe ser como la primera lectura de cualquier lector que lee
por el placer de leer. Julio Baena, antiguo condiscípulo y actualmente profesor de una universidad norteamericana,
decía en sus tiempos de estudiante, que teníamos la suerte de trabajar con lo
que se había hecho para producir placer. En efecto, el texto literario es un
texto de goce –goce estético, goce intelectual o simplemente, goce lúdico-. Es
necesario experimentar ese goce como lo haría un lector común en el primer acercamiento
a una pieza literaria. Al fin y al cabo, uno de los papeles del crítico
consiste en orientar a los lectores. Esa primera experiencia con el texto ya
produce observaciones iniciales, ya nos dice cuál es la orientación del texto,
nos habla de las complejidades de su construcción, produce efectos en nosotros.
A partir de este primer conocimiento es posible formularse las preguntas que se
indicaban arriba. Fundamentalmente, ¿cómo quiero leer este texto?, ¿en función
de qué coordenadas debería analizarse?
Hecho esto, vale entonces
la pena iniciar una segunda lectura, rastreando lo que consideramos ejes
importantes en el texto, tanto en su construcción estructural, como estética,
como de ideas. Esta lectura más cuidadosa nos lleva a hacernos otras preguntas
encabezadas con ¿por qué? ¿Por qué esta estructura?, ¿por qué este ensamblaje
de las partes?, ¿por qué estos personajes?
Según lo que percibamos, podríamos pensar que estas respuestas deben
estar en determinadas relaciones del texto con problemas lingüísticos,
psicológicos, filosóficos, sociales o culturales; tal vez varios de éstos. Si
podemos evidenciar estas relaciones, tendremos entonces el primer paso para la
elección del marco teórico adecuado, que convendrá revisar. En este momento
estamos ya inmersos en el proceso de investigación, que tiene dos vías. La
primera de ellas consiste en investigar cómo ha sido leído ese texto
previamente, qué ha dicho la crítica de él y cuándo lo ha dicho. ¿Ha sido
valorado el texto? ¿Ha sido silenciado? ¿Por qué? ¿Qué se ha dicho de él
anteriormente y qué nuevos aportes puedo dar? ¿En qué coincide o no mi lectura
con aquellas lecturas previas? ¿Qué es lo nuevo que se puede decir de este
texto? La segunda vía consiste en la revisión del instrumental teórico, en su
lectura cuidadosa y reflexiva, en su discusión con otros investigadores, en su
digestión lenta y segura. Es muy importante comprender a cabalidad los textos
críticos y no hacerles decir lo que no dicen. Frecuentemente, una cita fuera de
contexto puede expresar algo que nada tiene que ver con el discurso original de
donde fue extraída. Un lector perspicaz puede notarlo.
Después de realizadas las
lecturas, procurando que ese instrumental sea actualizado e interesante,
comienza el duro trabajo de preguntarse cómo puede ser utilizado para el
abordaje del o de los textos que constituyen el corpus. Por supuesto, si
estamos trabajando con determinado corpus, cabe justificar con argumentos por
qué ese corpus merece ser estudiado y qué criterios han privado para su escogencia.
Aquí comienza un intenso
trabajo de diálogo a solas entre el crítico, la teoría y los textos. Se trata
de ir tejiendo con la paciencia de Penélope una red de relaciones y
significaciones. Esa red no está en los libros; es el marco de lo que será
nuestro trabajo original, nuestra puesta en escena de todo lo que hemos leído en función de ese
análisis, es el momento de probar verdaderamente la utilidad de la teoría para
explicar el texto literario, para descubrir todo lo que él dice, aun a pesar de
su autor.
Obviamente, el texto
expresa un abanico de significaciones expresamente figuradas por el autor, pero
muchas veces se pierde de vista que el texto nos dice más de lo que su autor
quiso decir o de lo que él cree que ha dicho. Sin caer en el terreno de las
especulaciones, el trabajo textual permite visualizar en el microcosmos que es
el texto, muestras de todo el universo de la cultura que lo ha producido, así
como la particular interpretación que hace de la cultura ese autor. Ello se va
leyendo en las marcas del texto mismo, en lo que objetivamente es observable
por cualquier lector. Cada lectura, auxiliada por el instrumento teórico más
idóneo, nos va mostrando las percepciones de toda una cultura, los presupuestos
ideológicos y las imágenes implícitas con los que el escritor ha trabajado aun
a pesar suyo.
En este proceso va
surgiendo un orden de prioridades y una jerarquización de las ideas que el
texto literario nos sugiere. Por supuesto, el orden lo establece el ensayista
según la importancia que percibe que tienen los diversos aspectos del análisis.
Entonces diseña la estructura del ensayo, el hipotético índice inicial, que a
lo mejor variará más adelante. Cada uno de esos aspectos constituye una lectura
de alguno de los ejes del texto. En algunas ocasiones, cuando se trabaja con
varios textos, es posible rastrear un solo eje, por ejemplo, la construcción de
lo femenino en un grupo de obras, o la noción de la muerte, o las
manifestaciones de la violencia. El caleidoscopio de posibilidades resultante
al estudiar los distintos acercamientos a estos temas en textos diferentes
puede producir la develación de ciertas constantes y la constatación de
variables que se pueden explicar. Esta explicación necesita de una
argumentación sólida cuyas bases pueden ser proporcionadas por la teoría.
El trabajo realizado de
esta manera es inductivo y procede, como los científicos, partiendo de la
observación primero que nada. El universo o la muestra es, en este caso, el o
los textos. La observación se hace rigurosa cuando se cuenta con el
instrumental adecuado para hacerla. Obviamente, cuanto más bagaje teórico tiene
el crítico, más profundo y exhaustivo
puede resultar el ensayo, pero ello no significa que haya que conocer todas
las teorías para comenzar a trabajar. El bagaje crítico difiere mucho de un
investigador a otro. Ciertos investigadores hacen escuela y orientan su trabajo
hacia ciertos textos y hacia ciertos presupuestos.
Mi experiencia en ese
sentido es más bien ecléctica. Todas las lecturas que sean iluminadoras para un
texto son las que necesito, sin importar si sus autores están o no en la cresta
de la ola. En los estudios literarios no se puede proceder, como en las
ciencias duras, a trabajar únicamente con la bibliografía de más reciente
factura. Por supuesto, la actualización es importante, pero no puede dejarse de
lado los aportes que ciertos pensadores han hecho hace diez o veinte años. La
cultura lleva un ritmo más lento que los avances tecnológicos, por lo cual las
interpretaciones de ciertos visionarios que se adelantaron a su tiempo, pueden
ser constatadas hoy en día y evidenciadas en los textos literarios, por
ejemplo. En particular, en un espacio como el latinoamericano, tendemos a
olvidar a nuestros propios pensadores y a enfocar la mirada hacia lo que
continúa produciéndose en las metrópolis de la cultura occidental. Sin embargo,
sin despreciar los aportes que los franceses o los norteamericanos puedan
proporcionarnos, o los latinoamericanos que se han ganado un lugar en la
Academia norteamericana, no podemos ignorar a nuestros propios intérpretes de
nuestra realidad si estamos estudiando textos venezolanos o latinoamericanos.
En una ocasión, durante un congreso sobre literatura caribeña, una de mis
colegas de la Universidad Central de Venezuela, leía una ponencia acerca de la
presencia del negro en la literatura venezolana. En la posterior sesión de
preguntas, cierta persona del público le criticó el hecho de no haber citado a
Foucault en un trabajo de esta naturaleza. Con mucha ironía, la Dra. Elena
Lázaro, de la Universidad del Sagrado Corazón, salió en defensa de la colega
preguntando: “¿Y qué sabe Foucault del negro caribeño?” Probablemente, en este
caso, alguna de las reflexiones de Foucault podrían contribuir a esclarecer
algún aspecto del trabajo, pero su incorporación en un trabajo sobre este tema
no puede ser obligante. La especificidad del mismo puede más bien requerir de
las específicas reflexiones sobre el tema producidas en el espacio caribeño
mismo. Los teóricos franceses, con su importante producción, han causado furor
entre los investigadores de este lado del mundo. Eso está bien. La importancia
de su pensamiento no se puede ignorar y, por supuesto, muchos de sus aportes
han probado ser muy útiles en los estudios literarios, pero no se puede
concebir que sus teorías puedan explicarlo todo.
Una vez realizadas las
lecturas, una vez establecida la utilidad metodológica de la teoría, una vez
esbozado un esquema jerárquico de las ideas, una vez tejida la red de
relaciones entre los textos y una vez aclarada la argumentación que sustentará
sólidamente nuestra visión del o los textos estudiados, queda la cuestión
espinosa de la escritura misma. ¿Cómo escribir el ensayo académico? ¿Qué tono
deberíamos darle a nuestro discurso, nosotros, ensayistas académicos, los del
trabajo callado sin pretensiones de ser artistas; nosotros, reformuladores de
teorías ajenas, dialogantes conscientes con una inmensa y variada bibliografía?
La escritura del ensayo
académico debe tener la mesura que la Academia exige, por supuesto, pero no por
ello tiene que ser tediosa o críptica. Si bien el lenguaje puede recurrir a
cierta terminología especializada, cabe preguntarse quién nos va a leer, cómo
queremos ser leídos y comprendidos. Teniendo claro el lector ideal que
queremos, podemos construirlo en nuestro texto mismo. El ensayo académico no
tiene un gran universo de lectores como las obras que constituyen su corpus.
Como decíamos al principio, este tipo de trabajo es producido por un
especialista y se dirige en general a otros estudiosos de la literatura, pero
si queremos que ese universo no sea tan reducido, si queremos que otros
lectores menos especializados u otros colegas cuyos derroteros teóricos son muy
distintos, nos comprendan, resulta imprescindible expresarse con claridad,
delimitar muy bien las significaciones que le atribuimos al instrumental
teórico, sintetizar grandes lecturas
para hacer más ágil su diálogo con otras lecturas. La claridad y la
delimitación de los conceptos que manejamos son indispensables para hacernos
comprender. Una misma palabra puede tener matices diferentes para distintos
autores. Debemos precisar muy bien qué queremos decir con ella. Incluso los
especialistas, que continuamente están leyendo, no siempre tienen frescos
conceptos complejos. La conceptualización, además, requiere muchas veces un
proceso de reflexión de nuestra parte que debemos hacer visible. Resulta, por
lo tanto, un acto de cortesía, no presumir que el lector conoce de antemano
toda la teoría. Aunque así fuera, agradece que se la recuerden. La claridad
expositiva es fundamental en la escritura del ensayo académico.
Al mismo tiempo, el
ensayista académico, aunque no tenga el público de un García Márquez, no debe
olvidar que es también un escritor. Muchas veces, los congresos, simposios,
encuentros y afines dividen a sus participantes entre “los escritores” y “los
críticos”, como si estos últimos no fueran también artífices del oficio de
escribir, como si no experimentaran también el horror a la página en blanco
(más bien a la pantalla del monitor, si nos actualizamos). Precisamente, porque
la claridad expositiva lo requiere, podemos echar mano de metáforas, de
alegorías que expliquen nuestro pensamiento, sin llegar a exagerar, sin
empalagar al lector con una adjetivación profusa o con otras licencias más
propias de la poesía o de la narrativa ficcional. Cada texto que producimos
requiere una lectura metódica y cuidadosa; hagámosla grata. Que cada parte
invite a continuar con la siguiente, que cada idea tenga relación con la
anterior. Que el hilo del texto permita cada cierto tiempo un balance de las
ideas expuestas para que el lector no se pierda. Las conclusiones parciales son
las puertas a las partes que siguen.
Finalmente, no debemos
perder de vista la idea de que estamos ensayando, es decir, nuestro texto, por
su naturaleza, no puede ser concluyente. No es la última palabra que se dice
sobre los textos que nos interesan; por lo tanto, en nuestra escritura debe
privar la humildad frente a nuestras propias ideas, entendiendo que no son
definitivas y que incluso nosotros mismos podemos cambiar de parecer respecto a
ellas, y el respeto a las ajenas. Es muy importante diferenciar las unas de las
otras. Muchas veces, en el trasegar demasiado con tantos libros, podemos dar por
nuestras las ideas de los otros y esto es deshonesto intelectualmente. Para no
caer en el plagio, debemos ser cuidadosos con nuestro fichaje previo de las
lecturas, así como con nuestra posición personal frente a ellas. Es más fácil
esgrimir la propia opinión cuando se está en desacuerdo con algo. Los
argumentos surgen solos. Cuando se está de acuerdo es difícil explicar por qué.
Tenemos entonces que generar ideas nuevas en torno a las que compartimos, o
relaciones nuevas entre ellas y los textos analizados. Y podemos atrevernos a
tener ideas propias, por novedosas y hasta incendiarias que puedan ser. No sólo
tenemos que respetar las ideas ajenas, sino también la idea de tener propias y
de desarrollarlas.
Recapitulemos, ahora.
Personalmente concibo el ensayo académico como un trabajo especializado, pero
no definitivo; riguroso, pero no críptico ni tedioso; más bien el ensayo es el
lugar de una escritura, por lo que el buen decir y hasta lo lúdico
tienen cabida; es también un espacio de papel en el cual ponemos a dialogar
nuestras ideas con las ajenas, respetando las unas y las otras.
Para concluir, simplemente
les digo que no concluyo, que estas personales experiencias y reflexiones en
torno al ensayo académico tampoco pueden terminar aquí. Son apenas pretextos
iniciales para invitarlos a ustedes a comenzar un diálogo acerca de este tipo
de ensayo, altamente exigente y poco reconocido. Dialoguemos, pues. Ensayemos.
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