Ejemplo de Planteamiento del Problema.
Por Álvaro Mata
“Son más
bellos los sueños de los locos
que los del
hombre sabio”
Charles Baudelaire
Para nadie es desconocido
el vínculo que existe entre la creación y la locura. Desde que comenzó la
reflexión sobre la poesía con Sócrates y Platón, ya se hablaba del elemento
“divino” que la caracteriza(ba). El poeta, al ser poseído por las Musas
—semidiosas de la antigüedad relacionadas con la inspiración y el entusiasmo—
era víctima de un trance que le otorgaba el don de escribir como si tomara
dictado.
Nos dice Platón que todo
hombre es incapaz de escribir ningún verso auténtico si no es tocado por las
Musas, si no se le concede el elemento divino, el arrebato. Aunque salgan de la
mano del hombre, los versos no son más que la palabra divina expresada a través
del poeta, quien se convierte en una especie de médium: “Son los órganos de la
divinidad los que nos hablan por su boca”
(2000: 112). Siendo así,
la poesía está relacionada con el misterio, con lo sobrenatural, con lo que no
es del todo humano.
La idea del poeta como
médium encuentra eco siglos después en la conocida carta que William Wordsworth
le dirigió a Richard Woodhouse, donde plantea que: “Un poeta es lo menos
poético de la existencia, ya que carece de identidad desde el momento en que se
ve continuamente en la necesidad de ocupar el cuerpo de otro” (Cadenas, 2000:
471). Ocupa cuerpos, y es ocupado por ellos. Por su cualidad de intermediario,
tiene un pie en esta orilla, y otro en el mundo de las imágenes, de los
reveses. Es el poeta el que transmite, tocado por un-no-sé-qué, lo que los
demás no están en condiciones de ver. Por lo tanto, esta capacidad es a medias
bendición y maldición. ¿Cómo podríamos llamar a ese estado de posesión?
José Ferrater Mora, en su Diccionario de filosofía, habla de “un
delirio o furor que se apoderan durante un tiempo de un hombre y le hace hablar
o actuar en formas distintas de las usuales, y, en todo caso, extra-ordinarias” (2001: 2174), lo cual limita con el estado de éxtasis propio de
la creación. A ese estado, Ferrater Mora lo llama locura.
Por supuesto que la
locura, así definida, no es un estado exclusivo de los creadores; recordemos
los pueblos primitivos, donde este tipo de conducta es usual en los ritos
religiosos. Incluso en la Edad Media, la epilepsia, la lepra, los retrasos
mentales y cualquier otro tipo de comportamiento fuera de las reglas
establecidas, se consideraba locura. Es decir, que este concepto varía con el
tiempo.
Michel Foucault es uno de
los que más ha estudiado a fondo la relación locura-poesía, y dice que: “El
loco es el portador de la verdad y la cuenta de un modo muy curioso. Porque
sabe muchas más cosas que los que no están locos: tiene una visión de otra
dimensión (…) El poeta como simetría cercana al loco es el que se encuentra con
los parentescos huidizos de las cosas, con sus similitudes dispersas” (1999:
233). Y si echamos un vistazo a la poesía universal, encontraremos que muchos
son los casos de poetas poseídos por la locura. ¿Cómo olvidar los arrebatos
místicos rayanos en la locura de Santa Teresa y San Juan de la Cruz? ¿Cómo
dejar de lado a Hölderlin, loco de erudición, encerrado en su torre de Tubinga?
¿Y qué de Lautréamont vagando por las orillas del Sena? ¿O al mismo Nijinsky
escribiendo versos con su cuerpo en el aire mientras danza? ¿Es el testimonio
de Sylvia Plath mero artificio literario? ¿Qué nos anticipaba el primer plano
del rostro de Antonin Artaud en la Jeanne
d’Arc, de Dryer? ¿Podemos acaso obviar el verbo poético de hueso de
Alejandra Pizarnik?
En la tradición poética
venezolana no son pocos los tripulantes de la stultifera navis. José Antonio Ramos Sucre sufría de trastornos de
sueño y depresiones agudas que lo condujeron al suicidio, lo que puede tomarse
como una variante de locura. Si bien no se trata del testimonio de un loco, su
obra transpira insomnio, presencias y latencias que no sin dificultad podríamos
relacionar con la locura.
Pablo Rojas Guardia, en el
prólogo a Acero, signo (1937),
confiesa su propia experiencia con la locura: “En el año de 1932, mi poesía —la
manera como yo miro y descubro el mundo con los ojos de mi inconsciente— sufrió
un colapso. Encerrado dentro de tres paredes —triángulo de roja y negra
locura—, mis sentidos tuvieron oportunidad de hiperestesiarse”. Este colapso,
según nos cuenta, se tradujo en “12.240 horas sin escribir una letra” (1963:
48).
No fue así el caso de Ida
Gramcko, cuyo libro Poemas de una
psicótica (1965) es uno de los primeros testimonios extensos en nuestra
tradición poética (ciento cincuenta páginas de apretada grafía) donde se habla
sin tapujos de la propia locura y de la curación, pues la autora, en una nota
previa, se “alegra” de saber que “aun durante mi enfermedad, yo continué siendo
poeta” (p. 6); siguió escribiendo, a diferencia de Pablo Rojas
Guardia.
También en toda la obra de
Ludovico Silva es patente la experiencia psiquiátrica, y, más recientemente, en
la de Cecilia Ortiz. Un caso curioso son los poemas de Miguel James, paciente
psiquiátrico, esquizofrénico, en cuya obra no se cuela ni un ápice de esta
experiencia, pero no así en los textos de Martha Kornblith, donde la estulticia
consum(i)ó la vida de una prometedora poeta.
Sin embargo, es en la obra
de Rafael José Muñoz, Hanni Ossott y Armando Rojas Guardia en las que quiero
detenerme para observar cómo se manifiesta la locura en cada uno de estos
poetas y en su trabajo.
La lucha política en la
vida de Rafael José Muñoz fue fundamental para configurar su obra. Como tantos
intelectuales de la época, peleó contra la dictadura del militar Marcos Pérez
Jiménez, lo que le valió cárceles y torturas; y en los años sesenta, ya en la
democracia, apoyó los movimientos guerrilleros de las montañas. Estos vaivenes
políticos le produjeron no pocas crisis psíquicas que lo obligaron a recluirse
en clínicas de reposo. En esos períodos comienza a escribir poemas con una
profusión poco común: hasta veintiséis en un mismo día.
En El círculo de los tres soles,
su libro más conocido, las disfunciones comunicativas disminuyen la
inteligibilidad del discurso, cuyo sentido global es casi inaprensible. La obra
cuenta con momentos memorables, pero difícilmente se puede percibir un hilo
conductor. La estulticia se enseñorea en estas páginas. Se trata de un
enigmático testimonio que “nace de una gran tensión interior, de un
inconsciente trabajado por las más terribles pruebas personales” (2001: 276),
como señala Guillermo Sucre en La
máscara, la transparencia.
En su ensayo “El poeta y
la enfermedad”, Hanni Ossott dice: “La poesía contemporánea es una poesía del
alma, del alma herida. Ella está próxima a la enfermedad del ser y a su vigor y
salud. El poeta es el cantor de la enfermedad (…) Su obra es cura y enfermedad”
(2008: 875-876). Desde este ángulo me gustaría abordar algunos textos de su
último poemario, El circo roto,
publicado en 1996 y culminado en 1993, “en Caracas y en la Casa de Reposo San
José (San Antonio de los Altos)”, según una nota al final del libro. Por ese
dato y por su contenido, puede leerse como cuaderno de viaje por los
intrincados caminos de un proceso psicótico. Así lo comprobamos sin dificultad
en el poema “Las pastillas” —dedicado “a los médicos psiquiatras”—, cuyo
colofón traza el arco de tiempo de los tratamientos psiquiátricos: “Desde mi
experiencia en Londres 1980 hasta los actúales momentos, Caracas 1993”.
Los poemas de El circo roto, desde un lenguaje
sencillo y directo, nos hablan sin tapujos de un proceso psíquico en plena
evolución. No es el testimonio alucinado de un loco delirante. Por el
contrario, este libro parece estar escrito para tomar consciencia de ese
proceso. Es el poema el que da forma a la locura y, de alguna manera, ayuda a
diagnosticarla: “La poesía como estado es enfermedad, el poema la salud. Desde
el fondo de la tormenta, desde el delirio se yergue un lenguaje, el poema (…)
La escritura poética es un punto de salud en cuanto a que traduce y ordena ese
material caótico y confuso” (2008: 882-883). La escritura es la sanación, es
ella a la que apuestan los poetas; en ella tienen más fe que en las pastillas.
También Armando Rojas
Guardia es uno de los pocos poetas venezolanos que ha atravesado severas crisis
psíquicas y ha sido capaz de dejar un testimonio coherente y ajustado a la
experiencia en toda su escritura, especie de mapa que conduce al corazón de las
tinieblas del inconsciente.
En el año 2008, Rojas
Guardia publicó “La desnudez del loco”, un largo texto que evidencia un
profundo aprendizaje sobre su propia experiencia en un hospital psiquiátrico:
“El poema está dedicado a Jean-Marc Tauszik, que es mi actual terapista, porque
a mediados del 2004, después de una magistral interpretación de un sueño que
llevé a la consulta, él me dijo lo siguiente: «Armando, así como Rafael Cadenas
le dedicó un poema a la derrota y otro al fracaso, tú deberías dedicarle un
texto literario a la locura, la cual ha significado para ti no sólo una fuente
de conflictos interiores, de sufrimientos y de ‘noches oscuras’, sino también
un impulso psíquico y espiritual hacia niveles superiores de consciencia»” (2006: 69), dice en una entrevista a Ana María del Ré.
La faceta ensayística de
Armando Rojas Guardia tampoco obvia las experiencias psicóticas; por el
contrario, son el componente primordial de sus textos en prosa. En El dios de la intemperie (1985) la
emprende contra cierta psiquiatría: “En contra de cierta banalidad psiquiátrica
convencional, estoy igualmente convencido de que mucho de lo que ésta llama
«enfermedad» es una forma de lucidez” (2006: 69). El
calidoscopio de Hermes (1989) gira y muestra siluetas que hablan de la “paz
inapelable” lograda a través de la “auténtica plegaria”, gracias a la cual “no
me he vuelto loco y me mantengo vivo” (Ibidem:
204). Y Crónica de la memoria (1999)
es una lujosa narración —que podríamos comparar a una charla con Rafael López
Pedraza, terapeuta-Virgilio del poeta— en la que el poeta se dirige a sí mismo:
“La locura es —lo pensabas mientras convalecías, sentado en medio del patio
interno de la clínica— una ocasión para leer criptográficamente mensajes
ontológicos que sólo ella devela. Con razón, el loco era tenido en la Edad
Media como un hierofante” (Ibidem:
387).
A través de una lectura
ceñida del testimonio de estos poetas-pacientes psiquiátricos, convertido en
objeto textual acabado: los poemas, intentaré rastrear el vínculo entre locura
y poesía tantas veces intuido y sugerido por muchas obras.