De Eduardo Huchín Sosa
Publicado originalmente en Letras Libres
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Aquel ensayista siempre criticó el exceso de
citas textuales. Decía que si los escritores cobraran por las citas no se
preocuparían por vender libros. También decía que apenas era necesario que un libro
o un ensayo empezaran por un epígrafe para que él le negara incluso una lectura
superficial. Por ello repudiaba las tesis universitarias, ese estero para las
transcripciones, para la letra pequeña que siempre desembocaba en una
referencia al pie de página. Eso pensaba este ensayista, antes de que un
autoritario gobierno de derecha ordenara quemar todas las novelas, libros de
cuentos, poesía y teatro de este país. Antes de que en ese mundo devastado, la
literatura sólo pudiera reconstruirse a través de las citas textuales de las
tesis universitarias.
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Fue durante la fiesta de un Congreso de Letras
cuando un ensayista tuvo la revelación que le hizo cambiar su vida. Entre el
humo de cigarrillos, discusiones semióticas y una mujer ebria que a lo lejos
bailaba concluyó que de no ser por el ansia de sexo ocasional y por Juan Rulfo,
no tendría nada en común con esas personas. El súbito ruido de conversaciones
inconexas le hizo cuestionarse si en verdad tenía algo que platicar con ellos.
La chica más atractiva de la fiesta casi lo abofeteó cuando confundió a
Subirats con Saborit, pero eso no los hizo siquiera un poco enemigos. Entonces
pensó que Jonathan Franzen tenía razón cuando dijo: “La primera lección que
enseña la lectura es a estar solo”.
¿Cómo diablos hablar de literatura en estas
circunstancias?, pensó, ¿qué hacer cuando de las 40 ponencias de un Congreso,
39 habían hablado de libros que él nunca había leído? Mientras recordaba los
extensos títulos con que los estudiantes apelaban a la objetividad, pensó que
después de todo ellos sí tenían un territorio en común: la teoría literaria.
Ante el universo en expansión de autores y obras, de libros imprescindibles que
se publicaban cada hora, siempre estaban Genette y aquel muchacho Bajtin para
rescatarlos.
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Los textos de cierto ensayista, divertidos
análisis de la realidad inmediata, le habían asegurado una singular fama de
peatón inteligente. Llenos de descripciones irónicas y precisas, sus artículos
conformaban una suerte de guía para perderse en la ciudad, ésa a la que él
llamó “la urbe perfecta para resignarse a vivir”. Sus lectores pensaban en él
como el paseante sagaz, que escudriñaba las esquinas en busca de un portento.
Nada más alejado de la realidad. El flâneur es un fingidor, pensó
alguna vez este ensayista que nunca supo dar instrucciones a los transeúntes
perdidos y que en realidad vagaba sólo porque pasear daba el suficiente tiempo
para ensimismarse.
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¿Qué decir de un libro?, se preguntó un joven
ensayista que se había titulado en Letras, sin hacer tesis. ¿Por qué la gente
siempre espera que podamos decir algo después del punto final de una obra?,
¿por qué nadie acepta que a veces te quedas sin palabras, saboreando ese
silencio de la última página, como si terminara un concierto y fuera tuya la única
butaca? ¿Siempre habrá la necesidad de matizar la opinión, ordenar argumentos,
fijar desaciertos y no simplemente disfrutar el estupor, el desgano, acumulando
el necesario impulso para regresar al mundo? Qué difícil disertar sobre un
libro, decía. Desde pequeños aprendimos las obligaciones de no quedarnos
callados, como al final de la clase donde todos los alumnos nos golpeábamos con
el codo para ver quién era el primer idiota que le preguntaba al maestro. Los
libros merecen a veces tan pocos comentarios como el mundo donde es posible
leerlos.
5
Alguna vez oí la historia de un ensayista que no
mencionaba autores. Le parecía obsceno hacer libros sobre Mann, Rulfo o
Turgueniev, antecediendo fórmulas como “Una lectura de” o “Un acercamiento
crítico a”. Le parecía deshonesto aprovechar esos nombres célebres para hacer
un poco más visible el nombre propio en el estante. Siempre habrá algún tipo,
decía, que buscando a Lowry nos encuentre a nosotros. Y eso le repugnaba. Le
parecía todavía más obsceno que los malditos libros de análisis fueran más
costosos que los libros que les habían dado origen y por mucho tiempo recomendó
a sus discípulos no cometer esas indecencias. Pasaron los años y este agudo
ensayista alcanzó la fama y la notoriedad en el único género donde pudo
prescindir de todos los nombres: el aforismo. No ganó premio alguno, pero sí
algo mucho más valioso: los elogios de sus contemporáneos, quienes hablaron
maravillas de su obra dispersa pero nunca se animaron a organizarla, quizás
demasiado preocupados por sus propios libros. En la agonía proclamó unas
célebres palabras: “luz, más luz”, pero la muerte le impidió completar la
frase: “más luz sobre mis obras”.
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Cierto ensayista pensaba que en un futuro no muy
lejano, las editoriales sólo publicarían antologías, ese territorio natural
para un género tan poco popular como el ensayo. Después de recibir sus
tres ejemplares por concepto de derechos de autor, el ensayista dijo: “El
futuro está en las compilaciones; es una de esas cosas que presintieron quienes
más saben de negocios: los piratas y los pornógrafos”. La falta de un libro que
pudiera llamar auténticamente suyo, le incomodaba, pero no había hallado otra
forma de supervivencia que aceptar cualquier invitación a ser antologado.
“Antes mis estados de ánimo dependían de las mujeres; ahora dependen de los
antologadores”, afirmaba en sus horas románticas. Las respuestas siempre se
demoraban y las publicaciones también; de tal manera que al ensayista se le
veía ansioso todo el tiempo. Incluso, cuando recibía el libro se decepcionaba
de sobremanera: tanto si los demás escritores eran mejores que él, como si no
lo eran. “Pertenecer a una compilación es como ser invitado a una orgía”,
decía; “: no sabes quién demonios estará tu lado”. Cada antología lo ubicaba en
alguna parcela de la literatura mexicana; para algunos críticos era parte de la
“Generación Poetas del Psicotrópico” y para otros de los “Novísimos escritores
de la República Mexicana”. Ser antologado era recibir una etiqueta; “quizás
mucho mejor que andar desetiquetado por la vida”, comentó. Pasaron los
años y el ensayista nunca publicó un libro individual. “Me siento como los
bajistas de las bandas de rock que transitan de disco en disco y de grupo en
grupo, mientras son los otros quienes se vuelven solistas”, escribió en su
diario (cuyos fragmentos aparecieron de manera póstuma en el libro Desconocidos
diaristas del sur de México).
7
Ya se sabe que después de leer un libro, el
ensayista tiene deseos incontrolables por escribir. Así lo hizo cierto
ensayista, quien pensó que sería bueno enunciar los “derechos del autor de
ensayos”, del mismo modo que Daniel Pennac había expuesto los del “lector
común” en su libro Como una novela. Después de pensarlo un poco,
enumeró unos cuantos: el derecho a tener grupies (al principio sólo permisible
para los poetas); el derecho a no explicar sus propios escritos (sobre todo en
los debates que seguían a las lecturas públicas, porque ¡diablos, era discípulo
de Montaigne, no de Cicerón!); el derecho a no escribir sobre pedido (ese vicio
que emparentaba al ensayo con las tareas escolares, algo que no sucedía con
tanta frecuencia con los poemas y las narraciones); el derecho a escribir
solamente ensayos (y no hacer del ensayo la actividad ancilar del poeta o del
narrador); el derecho a que el ensayo sea considerado literatura incluso cuando
no trate sobre literatura (un error común en las convocatorias); el derecho a
hablar de un autor también en los términos de la propia ignorancia; el derecho
a escribir cosas inútiles (expropiar esa potestad a la poesía y la novela) y
por último, el derecho a estar equivocado. Eso había pensado este ensayista,
hasta que otro ensayista (más preparado y con más libros en su haber) lo detuvo
en la puerta de cierta fundación de letras. “Si quieres tener todos esos
derechos, olvídate del ensayo y dedícate a los blogs”, le dijo en un tono más o
menos admonitorio.
8
Después de escribir más de cien ensayos, alguien
le preguntó a un ensayista cuál era la condición actual del ensayo. No supo qué
responder. Escribía ensayos precisamente porque no sabía qué contestar en las
entrevistas o en las pláticas de sobremesa; era su manera de construir una
plática que no había tenido lugar. Por otra parte, no poseía la espontaneidad
de los comentadores o, quizás, era que ambicionaba decir cosas para la
posteridad y no sólo para la sección cultural de los periódicos. Tartamudeó una
disculpa, pero ni siquiera eso satisfizo el ansia del reportero. A manera de
compensación, prometió escribir un ensayo sobre el tema, pero nada salió en las
dos semanas que se dio de plazo. Entonces pensó: hablar sobre el ensayo en un
ensayo es como hablar sobre el amor mientras se está enamorado: quedas al final
como un idiota. “Practicar el ensayo te impide definirlo”, concluyó y fue lo
único que mandó a aquel diario.
9
Imaginen una sociedad donde todos fuesen
ensayistas. Aldea Montaigne podría llamarse este poblado utópico. Cualquiera
que llegara al pueblo se sorprendería de la calidez de sus ciudadanos: allá en
la tortillería alguien piensa en la pintura moderna; acá en los silos de trigo,
uno más se pregunta sobre Luis Cardoza y Aragón. El extranjero se maravillaría
de la rapidez con que los pobladores hacen su trabajo y después se encierran a
sus casas a escribir. “Adiós, pues”, dirían todos antes de enclaustrarse en sus
cuartos y el visitante se quedaría con la mano oscilante, como quien ha sido
parte de una broma que no logra entender. Los primeros meses serían de paz
absoluta, en tanto los ensayistas habrían conformado una sociedad basada en la
tolerancia. “Detesto tus ideas, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a que
las publiques” era su mandamiento más importante, grabado en letras de oro en
el centro de la plaza. No obstante, como la esencia misma del ensayo es la
persuasión, todos empezaron a tramar estrategias para convencer a su vecino de
que estaba equivocado. En cada vivienda de la Aldea Montaigne, en cada cuarto
iluminado por la luz de una computadora, alguien buscaba argumentos para
demostrar que tenía la razón. En consecuencia, todos acordaron organizar una
feria para escucharse unos a otros. Desafortunadamente, eran pocos quienes en
realidad prestaban atención al ensayista que en esos momentos hablaba porque en
el fondo sólo creían en sus propios ensayos. La gente se fue volviendo más
huraña, es decir más humana, y desconfiaron finalmente de sus colegas
escritores. Una noche, en un acto pleno de vandalismo, no se sabe si
estrictamente literario, el primer mandamiento de la aldea fue reducido a
“Detesto tus ideas”.
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“No necesitamos ensayistas sino críticos
literarios”, le había dicho el editor de una revista al joven que pedía ser
publicado. “¿Dónde termina el crítico literario y comienza el ensayista?”, le
preguntó el muchacho que no resolvía aún llamarse de uno u otro modo. “Todo
mundo odia al crítico y halaga al ensayista”, le contestó el editor. “Al
crítico se le puede denostar; en cambio, al ensayista hay que tratarlo con
cortesía. El crítico practica el deporte extremo de tratar el presente; el
ensayista trota sobre las planicies tranquilas de los autores ya consagrados,
aunque regularmente desconocidos. El crítico destroza (incluso con sus elogios)
a los autores actuales; el ensayista traza un panorama más claro, sobre los
vestigios que dejó el crítico. El crítico siempre se equivoca; el ensayista
subraya —una vez pasado el tiempo— sus equivocaciones. El crítico comienza
siendo escritor y luego se frustra; el ensayista es un tipo que se vuelve
escritor porque está frustrado. Por eso necesitamos más críticos, muchachos
valientes, decididos y sin futuro, gente que no tenga miedo a caminar en torno
al vacío”.
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Aquel célebre y sexagenario ensayista, invitado a
un congreso de ensayistas, había tenido diversos altercados con los jóvenes
ensayistas que ya lo consideraban obsoleto. En su mesa de trabajo, después de
soportar las miradas de desaprobación y los groseros bostezos de la
concurrencia, sentenció: “El escritor lucha contra el tiempo”.
Inexplicablemente todos los asistentes estuvieron de acuerdo en ese momento.
Uno en la primera fila pensaba que la fecha caducidad del escritor provenía del
último mes de su beca; otro, que el escritor siempre vive entre cierres de
convocatorias; uno más pensaba que el peor plazo de un autor es la hipoteca a
punto de vencer. Aquel chico recluido en el rincón fue más certero: pensó que
el tiempo contra el que lucha un escritor son los ocho minutos de intervención
en los congresos.
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