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Tuesday, June 17, 2014
Friday, May 23, 2014
El trayecto crítico, de Juan Carlos Santaella
A lo largo de estos últimos años y como natural
consecuencia de las variadas lecturas y análisis de textos que he logrado
efectuar desde un plano aproximadamente crítico, no pude evitar formularme un
concepto de crítica literaria que, por encima de todas las exigencias
académicas e intelectuales del momento, se haya constituido como un hecho
evidente de creación. Reconozco, sin duda, que esta definición particular con respecto
a las funciones concretas de la crítica literaria, atraviesa por un camino de inevitables
imprecisiones, puesto resulta difícil concebir la crítica literaria a partir de
constantes filiaciones subjetivas e inmanentes. En algunas oportunidades, traté
el tema desde esta perspectiva específica corriendo todos los riesgos que
tal concepción manifiesta. En la actualidad,
son muchas las maneras que conducen a la clarificación e interpretación de las
obras y ninguna de ellas luce más peligrosa que aquella, cuya concepción a
grandes rasgos inmanente, se detiene en los aspectos menos técnicos, menos científicos
y menos racionalistas. En el fondo se trata, como veremos, de una visión
personal del arte y la literatura, la cual pretende valorar los productos
literarios desde nociones éticas y filosóficas y no desde la inminente
corporeidad del significante. No pretendo decir con esto que las únicas
explicaciones válidas y completas de las obras sean aquellas que toman, como
punto de partida, elementos de inequívoca procedencia psicológica o moral.
Sería arbitrario, e incluso dogmático, pretender esta única posibilidad. Si
bien la crítica, cualquiera que sea su interés y su objetivo, se comprende como
un saber en el cual concurren
diferentes puntos de vista materializándose en una multitud de variados
saberes, resulta legítimo suponer que uno tome partida por aquel saber que mejor
responda a nuestras creencias y convicciones literarias. En consecuencia,
siempre estimé válido utiliza el concepto de crítica en tanto el mismo remita
indefectiblemente a la creación y, desde entonces, he procurado sostener en mis
trabajos tal aspecto. Uno de los pilares que convertí en referencia permanente
a la hora de abordar estas cuestiones, es el que concibe al crítico como un ser
capaz de establecer con lo literario profundos vínculos imaginarios. Esto
significa, en primer lugar, que el sujeto que pretende hacer crítica literaria
debería estar habitado por un impulso no sólo de orden informativo y
pragmático, sino, al mismo tiempo, poseer una especial disposición imaginaria
para afrontar los textos con un discurso que sobrepase las seguridades
cognocitivas. En este punto, no basta con tener una suficiente acumulación de
datos y teorías que puedan estar a la orden de cualquier interpretación; es necesario,
también, que esta oferta de elementos teóricos se conjuguen de tal forma que produzcan
revelaciones del sentido muy cercanas a las iluminaciones poéticas del texto
estudiado. Todos conocemos, por intermedio de experiencias propias en torno al
manejo de las obras, que un discurso crítico que Se imposibilita para adquirir
a todo lo ancho de su trayecto una dilatada magnitud imaginaria, cae,
irremediablemente, en la más franca desolación descriptiva. En todo trabajo
crítico tiene que haber, sin duda, una importante reflexión metodológica y esta
reflexión, tal y como la entiende Jean Starobinski, “acompaña al trabajo crítico,
lo ilumina oblicuamente, se enriquece gracias a él y lo rectifica a medida que
progresa, a la vista de los textos estudiados y de los resultados conseguidos”.
Pero a estos resultados no se llega exclusivamente cuando se toma, de una
manera unilateral, la aparente excelencia del método empleado. La gran
tentación en materia de crítica literaria consiste en utilizar las propiedades
explicativas de algunos métodos (estructuralismo, semiótica, psicoanálisis o
sociología de la literatura) con el fin de arribar a conclusiones mecánicas en el
proceso de análisis de los textos. El error reside, a mi modo de ver, en
violentar las condiciones naturales de una obra para que ésta pueda funcionar de acuerdo a las leyes del
método utilizado. Esta mecanicidad es, en realidad, poco imaginativa y nada
relacionante, porque parte de principios ya establecidos a priori en el sistema
crítico, logrando con ello que las obras permanezcan, en muchos niveles,
oscuras y sensiblemente solitarias. De hecho, toda obra existe de una manera
independiente y su propia condición es la soledad, toda vez que aquella se
separa del autor. Sin embargo, esta soledad puede ser colmada cuando la obra
encuentra un interlocutor perfecto, es decir, alguien que con ciertos
instrumentos críticos logra que la misma alcance una mayor resonancia, una
receptividad idónea y un eco admirable, completando un circuito iniciado en el
escritor y terminado en el lector.
La
critica cumple funciones. muy precisas. y una de éstas es, tal y como fue definida
por Octavlo Paz, inventar una literatura,
otorgarle una presencia constante, haciendo que las obras se relacionen entre
sí. De esto se desprende la urgente necesidad de poseer elementos
clarificativos para llegar a ese momento importante de la invención literaria.
Decía Oscar Wilde, que “una época sin crítica es, o bien una época en que el
arte es inmóvil, hierático y restringido a la imitación de tipos formales, o
bien una época que carece de arte en absoluto”. Desde luego no creo que estemos,
en los actuales momentos, experimentando una situación como ésta. Pero, no
obstante, a veces se siente que se producen teorías críticas que les cuesta establecer
un vínculo estrecho con su tiempo. Desde el punto de vista intelectual, estas
teorías guardan muy poca relación con el contexto literario inmediato, creándose
así un evidente divorcio entre el sentido o la pluralidad de sentidos de las
obras y todas aquellas respuestas que ensaya el método sin mayores éxitos. Es muy
importante mantener un vínculo ceñido entre las
obras y la crítica; vínculo que sólo se logra
cuando entendemos las razones históricas en las que se fraguan las primeras.
Esto no indica que estudiemos una obra por su carácter o parentesco histórico,
sino procurar que nuestra reflexión crítica esté inserta en un tiempo
específico, dentro de unas coordenadas intelectuales nítidas y transparentes.
Los modelos críticos que
se han desarrollado desde principios de siglo
con los aportes esenciales de los formalistas rusos, quienes por lo demás
sentaron las bases de una reflexión literaria moderna, han tenido la fortuna de
otorgarle al escritor aquello que Roland Barthes denominaba presencia histórica, vale decir, “la
seguridad de que (éste) participa a un tiempo en un combate, en una historia y
en una totalidad”. Desde luego que esta participación no puede realizarse si
tomamos en cuenta un fragmento de esa gran totalidad, tal y como ha pretendido
siempre la crítica de origen marxista, al querer ofrecer explicaciones
automáticas con respecto al fenómeno literario. Las obras literarias son
susceptibles de ser explicitadas desde varios ángulos críticos, pues todo depende
en principio de las mismas obras que son, en última instancia, las que sugieren
los mecanismos que deben emplearse para su estudio. No hay leyes ni conceptos
determinados que nos permitan, por más audaces y perfectos que sean, obtener un
margen definitivo de análisis de los textos literarios. En todo recorrido crítico
son muchas las fronteras que es necesario traspasar y son variadas las sendas
que conducen a sostener juicios más o menos concluyentes. Las diferentes lecturas
que se pueden hacer de una obra, nos permite reconocer la riqueza interior que
en toda obra existe y la cual demanda interpretaciones críticas que respondan a
esa multiplicidad de lecturas. En todo caso y atendiendo a un rigor analítico
imprescindible en cualquier crítica, no podemos convertir en caos interpretativo
esa suma de impresiones que surgen de las distintas visiones que extraigamos de
algún texto en cuestión. También el trabajo crítico su expresión, requiere de
un ordenamiento conceptual mínimo, exige una apropiación ideológica, de la
puesta en marcha de un inevitable complejo de pensamiento, el único, en
realidad, que puede sostener todo el
edificio crítico. No se debería hacer crítica literaria si no se tiene de
antemano una concepción filosófica del mundo, si nuestras ideas no están
sujetas a ciertas estructuras y certezas del pensamiento. Aun una crítica de
inspiración psicoanalítica y fuertemente ligada a procesos fenomenológicos del orden
de lo imaginario, como es toda la fascinante obra de Gaston Bachelard, tiene en
su base una razón conceptual que la legitima siempre. Por otro lado, el rigor crítico,
tomado en su peor sentido, puede conducir a un enfriamiento cognoscitivo y a un
enturbiamiento de las ideas. La voluntad de perfección que en determinados
momentos adquiere el estructuralismo en su fase más lingüística, condujo a la
crítica literaria hacia zonas de total oscuridad semántica. Esta especie de nigredo estructural, a decir de los
hindúes, cuyas prácticas más comunes consistieron en potencializar al máximo los
útiles esquemas propuestos por Saussure y Levy Straus, terminó comportándose
como una máquina infinita capaz de generar explicaciones y fórmulas que en
apariencia servían para todo. El otro extremo del esquematismo estructural ha
estado focalizado en una crítica de fuerte extracción poética, cuyo discurso
crítico es manejado en términos absolutamente metafóricos. La metaforización,
en este caso, se entiende como una vía a través de la cual los comentarios
críticos tienen que adquirir un valor y una verdad, por así decirlo, lírica.
Gran parte de los discursos críticos empleados en la actualidad, sobre todo en
Venezuela, tienen, en esta vertiente esteticista, sus más enconados oficiantes.
La metaforización crítica no dice nada sobre
la obra o muy poco. Al contrario, ella colabora
en su ensombrecimiento, en su vaciedad ideológica.
Este
planteamiento nos impulsa a una conclusión de enorme importancia en el ámbito
de la crítica literaria la cual es, por consiguiente, entender que todo
discurso crítico es un “discurso intermediario”, es decir, un discurso que,
según Michel Charles, no es “ni completamente científico, ni es completamente
un discurso de ficción. Este punto intermedio de la crítica permite inferir que,
por una parte, es imposible formular eso que algunos tecnócratas de la
literatura denominan una “ciencia de lo literario” y, por la otra, construir un
supuesto sistema crítico basado en un profundo,
e incomprensible sentido lírico, en una ficción más. Quisiera en este momento
concentrar estas obsevaciones relativas a la crítica literaria, en un aspecto
bien dilucidado por Michel Charles en un importante artículo intitulado “Los
discursos sobre los discursos”, que forma parte de una investigación más amplia
conocida
como El
árbol y la fuente. Al respecto, este autor impone una diferenciación
tajante entre lo que él considera una “crítica profesional” y una “crítica no
profesional”. De la primera sostiene que es, por excelencia, especializada por
cuanto “elabora un discurso de saber” bien reglamentado y ordenado con la
simple finalidad de trasmitir ese saber especial. De la segunda deduce que se
funda en un placer, en un gusto donde
es el goce y no el conocimiento científico, su objeto. En seguida Charles
concluye observando que “si la crítica profesional trasmite un saber, la otra
comunica eso que pudiéramos llamar una experiencia”. De esta manera tenemos,
entonces, dos vertientes muy precisas -el saber y la experiencia- que con los propósitos
particulares y los medios de los que se valen, determinan la complejidad del
discurso crítico en toda su extensión. Con toda probabilidad, creo situar mi propia
práctica crítica en el orden del deseo y de la experiencia; en consecuencia, la
no profesionalización que a menudo he pretendido sostener con respecto a la
crítica, determinó en buena parte la descripción de los objetos elegidos para
tal fin. Las dos críticas señaladas anteriormente no pretenden marcar
separaciones cualitativas, pues éstas nada más pretenden establecer rasgos y objetos
de estudio y aproximaciones específicas en cuanto a la comprensión de las obras
literarias. Sin embargo,
no podemos dejar de reconocer que la crítica
profesional se funda sobre un estatuto científico, mientras que la otra toma
partido por lo imaginario, por el placer que revela la experiencia de lo
literario. Esta última crítica, muy conectada con las latitudes imaginarias que
en el texto se inscriben, nos hace suponer que desde esta perspectiva podemos
iniciar un recorrido escritural que traspasa innumerables territorios,
deteniéndose en aquello que la voz del texto emite desde sus sonoridades
interiores. Porque siempre hemos de partir del texto mismo, sean cuales fueren
las verdades que deseamos extraer de él. Toda crítica debería contemplar
espacios de incertidumbre, sitios donde el sentido circule ambiguamente,
rincones donde las palabras estallen en una infinitud de rostros. Starobiaski
reconoce que “toda buena crítica tiene su parte de verbo, de instinto, de
improvisación, sus golpes de suerte y sus estados de gracia”. Desde luego no es
del todo el instinto lo que mueve las valoraciones críticas, pero tampoco lo es
el esquematismo lingüístico ni la retórica sociológica al estilo de Pierre
Macherey y de otros tantos más. Deseo concluir señalando que la crítica literaria
es, cualquiera sea su objeto, la cristalización conceptualmente ordenada y
explicada del genio creador, cuya última finalidad, tal como la expresó
Starobinski, es “descubrir en el interior de los textos, tanto en su estilo
como en sus tesis explícitas, los índices variables de escándalo, de oposición,
de escarnio, de indiferencia, en suma, todo aquello que en el mundo contemporáneo,
da a la obra con genio su valor de monstruosidad o de excepción sobre el fondo
de la cultura en que se inserta”.
T. S. Eliot y la sensualidad crítica, de Juan Carlos Santaella
No cabe la menor duda de que Los cuatro cuartetos y la tierra baldía
constituyen la gran obra creativa de T.S. Eliot.
Nadie
rebajaría la importancia universal que estos dos libros han adquirido en este
siglo dentro de las aportaciones poéticas más renovadoras. Especialmente en lo
que respecta a la poesía inglesa contemporánea, la obra de este autor ocupa un
lugar destacado y respetable. Sin embargo, no menos importancia tienen sus contribuciones
ensayística y críticas, cuando leemos la considerable cantidad de trabajos que
Eliot dedicó a cuestiones como la educación, la cultura y la política, reflexiones
inteligentes sobre Poe, Valérie, Dante, Ezra Pound, la literatura
norteamericana y otros tópicos más. Leyendo a Eliot, no al poeta sino al
pensador, descubrimos dos aspectos atractivos y fascinantes al mismo tiempo.
Por una parte, la presencia saludable del intelectual integral, es decir. el
auténtico humanista europeo alimentado de múltiples corrientes e intereses no
sólo literarios. El otro aspecto se refiere a su particular capacidad de
autocrítica, lo cual hace que muchas de sus aseveraciones adquieran un alto
grado de sutileza y reinterpretación muy poco frecuentes entre los intelectuales
europeos de los años treinta y cuarenta. Muchas de sus opiniones fueron y
siguen siendo muy polémicas. En concreto, las disertaciones acerca del tema
sobre la educación y la cultura, expresan un punto de vista del autor propio de
quien defendía una concepción monárquica en cuanto a la organización de ciertas
instituciones de la sociedad. Todavía algunos recuerdan su famosa declaración
de principios centrada en una fórmula que él, posteriormente, matizará en algunos
de sus puntos: “clásico en la literatura, monárquico en política y
anglocatólico en religión”. De todas maneras, habría que hacer una necesaria
separación teórica entre el pensamiento de Eliot sólo circunscrito a la literatura
y sus juicios sobre política, religión y educación. Esto no quiere decir que un
aspecto no se interpenetre con el otro, al punto de que podamos trazar más o
menos una unidad de criterios que singularice toda su obra. El hecho de que
Eliot, por su especial apego a la condición monárquica, defendiera la estratificación
de clases, nos invalida, sin embargo, la hermosa fuerza expresiva de sus
poemas, esa terrible meditación sobre el tiempo y la condición humana llevada hasta
sus más terribles límites. Edmund Wilson dice, en un largo ensayo dedicado a
Eliot en El castillo de Axel, que
como crítico “probablemente ha influido en la opinión literaria, del período posterior
a la guerra, más profundamente que ningún otro crítico en lengua inglesa”. Con
seguridad ha sido así y a tal efecto lo demuestra la claridad de sus opiniones
cuando insiste en destacar a algunos autores ingleses y rechazar a otros. De
Byron dice, por ejemplo, que es “una mente turbia y sin interés”. Keats y
Shelley ocupan un ínfimo lugar: “ni con mucho tan grandes poetas como se supone
que son”. En cambio coloca en una posición superior a Dryden y otro tanto hace
con Dante, a quien dedicó un largo estudio titulado “Lo que Dante significa para
mí”.
En
1962, tres años antes de su muerte, Eliot dicta una importante conferencia en
la Universidad de Leeds, Inglaterra, cuyo tema fundamental era la crítica
literaria, tal y como el autor de La
tierra baldía y Los cuatro cuartetos, la concebía partilarmente.
Sin duda, no deja de parecer estimulante -por el carácter autobiográfico que
tales observaciones tienen- el tono y la sutil reflexión personal que efectúa
Eliot acerca de un oficio que le tocó muy de cerca. El título de dicha conferencia
es elocuente por sí mismo, “Criticar al crítico”, y su objetivo inmediato no
fue otro que trazar el desplazamiento conceptual que el propio Eliot había
recorrido a lo largo de su vida como poeta, dramaturgo, ensayista y crítico. La
conferencia en cuestión se sitúa en un espontáneo nivel reflexivo donde predomina
un sentido claro de lo que significó para él la crítica literaria, en tanto
actividad creadora y formadora del gusto estético en torno a las obras
literarias. Vale la pena, pues, volver otra vez a estos puntos claves que
describe Eliot a propósito de la crítica literaria, con la finalidad de conocer
los rasgos íntimos de su pensamiento crítico y, además, para retomar cuestiones
esenciales al hecho mismo de la función crítica dentro del singular espacio de
creación que la literatura universalmente propicia.
Desde
luego que toda discusión que tenga por objeto este espinoso asunto de la
crítica literaria tiene que comenzar con una pregunta de rigor: ¿Para qué sirve
la crítica literaria?, la pregunta se la ha formulado Eliot al comienzo de la
famosa conferencia, y como era de esperarse, las respuestas no fueron siempre
concluyentes. Todo lo contrario, el espíritu que anima las elucubraciones
teóricas de Eliot sobre tal hecho, apuntan hacia un territorio de dudas y conclusiones
inciertas que, en efecto, responden a la sabiduría y a la tolerancia expositiva
de un escritor que ya puede “distanciar” con inteligencia y mesura dicho
fenómeno. En suma, la conferencia pronunciada ante un vasto auditorio de
estudiantes universitarios se erige, sin duda, como una singular defensa de esta incomprendida y
vilipendiada actividad. ¿Por qué es una defensa, a pesar del acusativo título
que le da nombre? La razón corresponde al hecho plausible de que Eliot parte de
su misma práctica como crítico, tomándose a su vez como ejemplo a través de
artículos y ensayos que llegara a escribir y publicar en revistas y suplementos
literarios. Eliot ejerció la crítica literaria en su aspecto más amplio y
comprometedor, lo cual hace que pueda, desde luego, hablar con desapasionada
propiedad del problema. Su concepción del asunto lo lleva, incluso, a establecer
categorías polémicas por lo determinantes que parecen, pero no obstante repletas
de atención en lo que respecta a sus virtuales definiciones. Concibe Eliot,
según su particular óptica, cuatro tipos de críticos cuyas funciones están
nítidamente estratificadas. Comienza por referirse al “crítico profesional” o “supercrítico”,
como también lo detalla, cuya principal función está circunscrita al espacio
concreto de publicación que ofrecen las revistas y los diarios. Este crítico
profesional se limita sólo a dar visiones concluyentes y lapidarias de las
obras criticadas, estableciendo una relación con los textos poco creativa e
imaginante. Para Eliot no sería más que el típico caso de un escritor de creación
fracasado o, por lo general, marcado
con los rasgos de tal fracaso creativo. Esta definición es, en muchos sentidos,
bastante injusta, porque quizá no se aviene a la especificidad que tal
condición requiere y al grado de legítima independencia que reclama en relación
al poeta, novelista y dramaturgo. Un segundo crítico Eliot lo visualiza como al
“crítico con fervor”, es decir, un curioso practicante de este oficio que se ocupa
de publicitar las fuentes marginales de la literatura. “Actúa -dice Eliot- como
abogado de los autores cuya obra reseña, autores a veces olvidados o indebidamente
menospreciados”. Un tercer crítico, Eliot lo ubica dentro del área académica y
teórica, siendo de todas las actividades comprendidas en la crítica literaria, la
más prestigiosa por su alto nivel de producción de ideas y saberes y también
por el lugar que ocupa en el ámbito de la enseñanza universitaria. Las facetas
de
este tipo de crítico abarcan variadas
instancias, la mayoría de las cuales oscilan dentro del mundo de la docencia y
la investigación. Esta crítica tiene un estatuto profesoral y doctoral, estando
supeditada a necesarias categorías eruditas donde se mezclan distintos saberes,
desde los filosóficos, pasando por los artísticos, filológicos y morales, hasta
los menos densos.. El cuarto lugar en esta clasificación, que corre el riesgo
de todas las clasificaciones tajantes, Eliot se lo atribuye al “crítico del que
podría decirse que su crítica es un subproducto de su actividad creadora. En
particular, el crítico que es además poeta”. Este punto o esta singular noción
de la crítica literaria, sin dejar de lado las anteriores proposiciones, tiene
la virtud de indagar en una zona donde no se suele mirar con demasiada frecuencia.
Al mismo tiempo, es una posición fascinante por lo que tiene de integradora,
multidisciplinaria, creadora y sublime. Diríamos que de todos los críticos a
que hace referencia Eliot, éste sería el que mejor proyecta la imagen ideal de
la función crítica, el que concilia perfectamente el hecho creador con la
aventura interpretativa.
En
general la existencia de esta particular manera de entender la crítica
literaria, está limitada de antemano al ejercicio de una común opinión que
pretende descalificarla por los valores “impresionistas” y antiacadémicos que
promueve. Por supuesto, es una forma de hacer crítica favorecida por los
privilegios que ofrece el poseer ya una condición -poeta o novelista- que es,
en sí misma, una garantía suficiente para elevar en alto grado los poderes
creativos de la crítica literaria. Sin embargo, tampoco creo que la situación
de poeta sea una condición esencial para tener acceso a un discurso crítico
donde se pueden dar la mano la reflexión y la imaginación, la sensibilidad y el
rigor. Parece haber al respecto muchos prejuicios, tanto de una parte como de
la otra. No siempre un buen poeta es capaz de reflexionar críticamente sobre
una obra o un autor determinado, y tampoco un esforzado crítico tiene la habilidad
y la fortuna de escribir un respetable cuento o un magnífico poema. Hay
condiciones y funciones que no se pueden combinar siempre porque obedecen a ritmos
interiores muy específicos, a pulsiones internas que, en definitiva, sostienen
el carácter y la fisonomía de una escritura. Todo el problema de los “estilos”
radica, no tanto en las influencias externas, como en las fuerzas interiores
que se mueven y desplazan en cada escritor formando su propio “estilo”. Los
estilos no todo el tiempo responden a condiciones materiales o históricas; hay,
por otro lado, una dinámica subjetiva que teje los hilos secretos de un decir
propio, de una sintaxis orgánica que va a estructurar el estilo, esa voz peculiar
que anima y desata la escritura del poeta y del crítico. De todas formas, esta
última concepción de Eliot es la más cercana a un principio y a un concepto que
es, constantemente, una aspiración a veces irrealizable. A lo largo de esta
conferencia, Eliot pone en claro otros tópicos aún más importantes que la
cuádruple clasificación ya descrita. Como poeta y crítico, re-
Conoce el peso de la tradición y la importancia
de las influencias. “No podemos prescindir -apunta- de las influencias que
ejercieron en nuestra formación las obras de creación y de crítica de las
generaciones que vinieron después, ni de las inevitables modificaciones en el
gusto, ni de un mayor conocimiento y comprensión por nuestra parte de la
literatura que precedió a la de la época en que estamos tratando de entender”. Más
adelante, y casi para terminar, aborda el problema del gusto y su manifestación
estética en la obra que el crítico realiza. Se pregunta: ¿hasta qué punto y de qué
manera se modifican los gustos y opiniones peculiares del crítico en el
transcurso de su vida? ¿Hasta qué punto indican esos cambios mayor madurez,
cuándo indican y cuándo hay que considerarlos meros cambios, ni para mejor ni
para peor?. Todas estas preguntas son importantes en la medida en que originan un
estado de conciencia y de alerta con respecto a los discursos, a las teorías y
a las ideologías que utiliza el crítico en la explicación de la obra. Eliot
estuvo, desde luego, más próximo a esa cuarta categoría del crítico como
artista y desde allí elaboró una escritura, acompañada de un pensamiento, que
obedecía a una pasión extraordinaria por la literatura. “Estoy seguro -escribió-
de que mis teorías han sido epifenómenos de mis gustos, y ello es así en cuanto
que es fruto de mi experiencia directa con aquellos autores que influyeron profundamente
en lo que escribí”. Su estilo, como observaba Edmund Wilson, “es preciso y
sobrio casi hasta el exceso y, sin embargo, con una especie de encanto sensual
en su misma austeridad”. Es esta sensualidad de la crítica el aspecto que la
conecta con la creación; la sensualidad y la lucidez del poeta que siempre estaba
en cada opinión, por pedante que ésta fuera. Cuando decíamos que Eliot tenía
una inusual actitud autocrítica, era por la capacidad de ver, en opinión de Wilson,
más allá de sus propias ideas y a “la buena disposición para admitir el
carácter relativo de sus conclusiones”. Es Eliot, sin duda un extraño y
privilegiado caso de poeta seducido por la inteligencia.
Tuesday, April 29, 2014
Críticos y amantes, de María Fernanda Palacios
A propósito de un texto
de Octavio Paz:
La escritura como crítica,
la crítica como texto.
Si
con Bataille partimos del carácter insensato de toda literatura, no parece
descabellado conocer los despropósitos de un acercamiento amoroso al texto,
aunque con ello se atente contra los indiscutidos derechos de la crítica. Es
más, mientras los críticos defienden a manotazos su lugar, arrinconados frente
a tantas seducciones (la ciencia, la ideología, la historia o la moda) y
demasiados temores (el abismo del pensamiento que se piensa), los amantes
mantienen una convivencia de otro orden: sin posiciones, contratos o sistemas
que defender, desde una falta de sitio y de aval, desde una desnudez que los
expone, ellos se entregan al gesto simiesco de la risa: esa disponibilidad del
sentido: la vacilación del saber, el salto insostenible del volatinero1.
El de los amantes es el camino de Galta, ese que escogió Octavio Paz para
trazar su Mono gramático2. Un camino ausente por lo general
de toda encrucijada crítica, porque el camino de Galta lo toma (lo traza) quien
sólo busca incidir, nunca responder. Camino crítico por excelencia del cual,
sin embargo, los críticos se alejan con un gesto impaciente de desprecio, de
asco o quizás, sobre todo, de miedo. El camino de Galta, polvoso y desértico,
expuesto a la huella y al viento que la borra, es ese trayecto abierto a lo
provisional, a la improvisación y a la pérdida, es decir, al amor. Una de las
tantas avenidas del sentido, sólo que ésta no conduce a sitio alguno, apenas se
abre sobre aquella terraza3 de las apariciones y las
desapariciones: lugar del cuerpo como inminencias (como texto) y del texto como
aliento (como soplo): abrazo de la palabra y del gesto: La hora unida.4
Paz dice que iba al encuentro sin dirección
fija y que, sin embargo, sólo lo hacía para llegar a un fin:
Búsqueda del fin, terror ante el fin: el haz y el envés del mismo acto. Sin este fin que nos elude constantemente ni caminaríamos ni habría caminos. Pero el fin es la refutación y la condenación del camino: al fin el camino se disuelve, el encuentro se disipa. Y el fin también se disipa.5
Ese único fin es en todo caso la extensión de
una pregunta: interrogar sin la seguridad ni la esperanza de una respuesta. La
pregunta es el deseo del pensamiento, dice Blanchot.6
Asunto de amante, pero también el fundamento mismo de la crítica.
El amante irrespeta el orden del texto (del
cuerpo). Inventa el cuerpo en cada encuentro; de allí que su trabajo sea
siempre provisional, revocable y plural. Si el texto se ofrece como cuerpo, el
amante es esa mirada que lo hace a medida que lo recorre y, al hacerlo, lo
revoca.
Si el crítico toma distancia para congelar su
objeto, el amante lo pierde de vista en la cercanía del roce. Allá el texto se
pierde para entregar un conocimiento ajeno a sí mismo, aquí nos asomamos a la
vertiginosa mortalidad de los signos: la otra cara del saber. Eso que Bataille
llamó defecto de conjunto: un cambio situado en el plano de la apariencia que
revela una realidad móvil fragmentaria:7
La otra cara del saber es el tránsito:El tránsito no es sabiduría sino un simple ir hacia…El tránsito se desvanece: sólo así es tránsito.8
Para el
amante, el texto (el cuerpo) es un frágil pacto de quietud que su deseo desbanda
en una serie infinita de acoplamientos y separaciones: lo gramático9 por excelencia, el
pensamiento de la huella que no puede insinuarse en el logos.
El camino del
amante descamina al crítico, pero el texto que traza ese camino sólo puede ser
un texto crítico, ya que ese camino se presenta como un lugar de retención de
diferencias, no un espacio de conflicto, sino de roce. Es el camino de Hanuman –el mono: soberano del tránsito,
del paso. De la grama o la huella, de
la herida, diría Bataille. De la transparencia, dice Paz.
Con el amante
la comunicación deja de ser eminentemente verbal para hacerse corporal
(textual). Relación sacrificial y
no social: lo que comunica por el desgarrón. Porque, como dice Bataille,
“un ser sólo es vulnerable en el punto en que sucumbe, una mujer bajo la ropa y
un Dios en la garganta del animal del sacrificio”10
Textos como El
mono gramático nos colocan ante la incomodidad de un discurso indeciso que
oscila entre la teoría, la crítica y la visión. Un discurso simiesco que
confunde sus huellas, se revuelca en ellas y sopla para borrarlo hasta agotarse
en un perpetua reinauguración de su marcha y su risa –la risa del mono: esa que
no sabe de qué se ríe. Allí no hay que buscar un pensamiento continuo,
disertativo y orgánico. Por el contrario, se trata de una reflexión
desencadenada (el desenfreno del razonamiento), el discurrir y no el discurso.
Un trabajo sobre los límites de lo pensable: lo mortal, lo que pregunta, el
gesto que saca de quicio, lo que pone en juego: el resbalón. Entonces, ni
poema, ni discurso, sino escritur: un acontecimiento tópico.11
El camino de Galta no conoce ese recato del
pensamiento que nos obliga a ser consistentes con lo que decimos. Acostumbrados
a conseguir la seguridad en los espejos, a mirar el cuerpo como otra vergüenza,
el camino del mono nos desagrada y confunde. Mono al fin, su impudicia
vestidura de los signos –y el cuerpo que nos muestra no es un cuerpo de saber
sino, como diría Barthes, un cuerpo de placer:
Escribir el cuerpo.Ni la piel, ni los músculos, ni los huesos, ni los nervios, sino lo demás: un eso palurdo, fibroso, peluchoso, deshilachado, la hopalanda de un payaso.12
Un cuerpo textual, irreductible al
funcionamiento ligüístico y lógico de los signos. Abierto por el contrario a lo incesante.13
de la escritura. La escritura: 14 ceremonia de polvo y aire que en este
texto pasa del heroísmo vegetal a un bote de basura, a una montaña famélica: un
pellejo de piedras que es una
persistencia o una terraza de monos. “Preso entre las líneas, las lianas de las
letras”: Octavio Paz es ese maestro de las desfiguraciones y las repeticiones.
Y de la superficie del texto mana el furor incansable de una rememoración.15
Pero rememorar no es recordar. Aquí lo que
cuenta no es el esfuerzo del recuerdo (asunto de conciencia solamente).
Rememorar es leer el hueco de la escritura, como dice Paz a León Felipe, leer
“no huellas de lo que fuimos/caminos hacia lo que somos”.16
La rememoración es la memoria que habita en el significante. Ese rastro
desigual que regresa siempre en otro sitio: ese olvido que es la forma más viva
de la memoria: “Soy una historia / una memoria que se inventa”, dice Paz.
En la rememoración, la historia ha dejado de
ser irreversible para convertirse en un espacio de engarces, lagunas,
conjunciones y disyunciones. En la página, la fijeza de las formas sostiene una
vacilación ininterrumpida: el sentido como acontecimiento. La escritura como
quemazón del instante: un saber hecho pedazos que es otro saber: los entredichos
del saber. Allí los signos pierden su positividad para ser sólo huella, “un aquí
sin dónde”: esa interrogación que sacude el sentido sin restaurarlo. Se trata
de aquella palabra que se profiere “para volverla a sumergir en su inanidad”.17
El texto: 18 superficie crítica –como el mar: esa
extensión de incesante contradicción con las cosas y consigo mismo. Lo
contrario a la montaña, que, como dice Paz, es “la manifestación sensible del
principio de identidad, inmóvil como una tautología”. 19
Si el saber de la ciencia se yergue poderoso,
exacto y abarcable como una montaña, la escritura será ese otro orden de cosas
que, como el mar, se alimenta y se devora a sí mismo en una agitación
aparentemente inútil. Sin embargo, la inconmovible montaña carece de ese
temblor que la acerca a la vida: el tránsito.
En el discurso expositivo, la palabra es
solidaria de la cadena y el pensamiento se resuelve en positividad, de manera
que cada pregunta presupone una respuesta.
La respuesta: esa desgracia de la pregunta,
como dice Blanchot. 20 En el texto, el pensamiento
y la palabra son erosionados por una disidencia íntima que lo interrumpe: allí se
impone el fragmento, que es la condición de lo incesante (lo inacabado). En el
texto, el sentido habita en el corte, en la falla, y su forma es el jirón. Por eso
“la fijeza es siempre momentánea” (Paz).
En “Homenajes y Profanaciones”,23
Octavio Paz escribe un conjunto de poemas que tienen por correlato explícito el
soneto de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte”. Si nos mantenemos en
los estrechos márgenes del crítico, sólo apreciaremos esos textos de Paz como “poemas”
y el soneto de Quevedo permanecerá como referencia exterior al texto, anecdótica
e irónica para algunos, fundamento temático para otros. Sin embargo, si nos
desplazamos al terreno del amante, leeremos cada poema como un espacio donde se
dialoga y se interrumpe el texto de Quevedo. Los textos de Paz, sin dejar de
ser poemas, son una crítica al soneto de Quevedo. Pero se trata de la crítica del
amante: un frotamiento de escrituras y de cuerpos, y ese abrazo es quizá la más
feroz de las formas de la crítica, porque no tiene coartadas que la
justifiquen.
Pero, en las universidades, las academias y las revistas
especializadas, los críticos suelen vestir otro traje y llevar otra máscara:
acostumbran a gesticular como jueces o dioses, no como monos o bufones. Quizá nos
hemos acostumbrado demasiado a la inmovilidad de la montaña, a respetar al rey
y a patear los bufones.24 Sin embargo, en la risa del mono, en
la carcajada del bufón, se insinúa siempre esa verdad que la ley no deja decir,
la que se reprime o se prohíbe: la que se desconoce.
En textos como los de Paz ha ocurrido un enchufado
perturbador que anula no sólo la ilusión denotativa del lenguaje, sino también
la pretensión de todo discurso sabio: la coherencia. En el texto, el lenguaje
se instala contradiciendo el discurso –entendiendo discurso como esa vigilancia
que mantiene el principio de identidad y que cierra toda posibilidad de mezcla,
de intercambio, de indecisión. Este trabajo, para el cual hasta ahora sólo se
tenía un nombre: poesía (o literatura), resulta ser también una de las tantas
formas de la crítica. En el texto, además de producirse el paso del lenguaje
instrumento a la lengua poética, se ha producido también una operación crítica –en
el sentido casi coreográfico que Kristeva da a esa palabra: el desvío de un
pensamiento sobre sí mismo. La constante reevaluación, no del objeto de estudio
sino del sujeto del conocimiento y del instrumento que lo piensa. La crítica es
un salto de trayectoria imprevista: lo que se dispara hacia lo desconocido. En
cierto modo podría decirse que la crítica es una reflexión que no sabe a dónde
va a parar, lo que no sabe ni puede saber “dónde está parado”, ya que siempre
se encuentra fuera de sí, lanzada a “un más allá sin dónde”. Una búsqueda que
sólo puede encontrar nuevos puntos sin remisión.
Kristeva ha definido la semiótica como “ciencia crítica
y/o crítica de la ciencia”,25 al
señalar que se trata de algo menos (o más) que una ciencia. Y la define como
una agresividad y una desilusión del discurso científico, en el interior de ese
mismo discurso. De allí que el texto sea considerado a la vez como un proceso
teórico y un trabajo crítico que opera e incide sobre otros textos y sobre sí
mismo, sacudiendo de ese modo al fiel instrumento de la comunicación y
haciéndose, hasta cierto punto, un cuerpo extraño al lenguaje: el texto no se
manifiesta como portador de sentido sino como ajeno al sentido (su
indiferencia, su otra cara): el texto es un interruptor, no un mediador.
Respondiendo a una encuesta en la revista TelQuel,26
Gérard Genette decía que la crítica era la forma más retorcida e hipócrita que
podía adoptar la literatura. Pero también lo contrario puede ser cierto: que la
literatura sólo sea la forma más retorcida e hipócrita que asume la crítica. En
efecto, si la literatura que se denuncia se hace crítica, la crítica que se
denuncia se hace literatura. Pero esta mutua devoración de un término por otro
sólo es posible cuando el crítico y el amante se conjugan en una misma
operación. Cuando al escribir se asume como pedía Joyce: no escribir sobre algo
sino escribir algo. En ese caso, los viejos criterios de objetividad creadora
(la continuidad y/o coincidencia del sujeto con el objeto) se anulan. No debe
pues confundirse la dimensión amorosa de la crítica (dimensión textual) con un
regreso al subjetivismo de corte fenomenológico. No habrá un continuo (ni
tampoco una separación) entre el discurso crítico y el texto objeto de la
crítica, sino la continua interrupción de uno y otro, de uno sobre otro. Al texto
no se lo describe ni se lo enmarca, sino que se lo acaricia –y la caricia, el
mordisco, son siempre parciales. De allí que el texto como totalidad se pierda de
vista. La crítica del amante escapa al monstruo de la totalidad y la obra como
entidad aislada.
Decía Bataille:
El ser aislado es un engaño (…) la pareja que finalmente llega a ser estable es la negación del amor. Pero lo que va de un amante a otro es el movimiento que pone fin al aislamiento, que lo hace al menos tambalearse.27
Hablamos del amante en el sentido aconyugal, ilícito y
cómplice del término: ese que no tiene hora o sitio fijo, ese que reparte
sorpresas al cuerpo y huye de toda sujeción legal. La relación con el amante es
lo inestable: lo que siempre está a punto de romperse.
A los críticos, por el contrario, sólo les importa la
legitimidad de la relación que establecen con el texto y su estabilidad.
El amante ejecuta el cuerpo del texto y eso requiere
tiento y tacto, una actitud pero no un rigor. El amante no pretende desentrañar
la verdad del otro cuerpo sino saber conjugarlo con el suyo –acoplarse a él: es
un acuerdo con el texto: en el acorde, el sonido se entrega a lo plural e
incesante de la relación: campo de juego sonoro, el acorde es esa cadena que
nunca se abrocha.
El amante busca el aliento, la respiración, el jadeo, no
la estatua ni el molde. En la relación con el amante: la algarabía, la
simultaneidad de las voces, el diálogo. En el matrimonio crítico: el monólogo,
la imposibilidad del diálogo, toda esa dialéctica especular del amo y el
esclavo.
El amante se detiene en el pliegue, en la diferencia. Los
críticos alisan, uniforman la superficie del texto: detestan la mezcla. Su instrumento
es la pinza, el bisturí o el formol; su método: la asepsia más rigurosa. El amante
prefiere otros trastos: la vacilación de un abanico, el fulgor de los puñales
y, sobre todo, esas perversas formas del contagio.
La crítica es la mal cosida: ni adopta hasta el fondo el
rigor de una disciplina científica, ni se entrega al riesgo de la escritura:
entre cielo e infierno, condenada a ese dudoso purgatorio intermedio, recuerda
aquel cuerpo tibio que vomita el Angel del Apocalipsis por no ser ni frío ni
caliente.
Pero sólo el amante puede aceptar mancharse, ponerse en
juego, ofrecerse –él también– como penetrable.
El amante desnuda al texto en el centro de ese “rectángulo
perfecto” ante los caprichos y las violencias de la luz,28 entregándolo a ese
espacio en el que “todas las formas poseen la consistencia del aire”: La
terraza Galta: ese lugar donde “las cosas persisten bajo la humillación de la
luz”.
Al contrario de su trabajo, lo que cuenta para el amante
no es un método sino un capricho: lo inmotivado –que si bien otorga las alas
necesarias para el vuelo, también condena a la enfermedad del desierto. Lo inmotivado
es lo que se entrega a la ruina de la inminencia. Por eso –puede decirse– la
crítica del amante ha escogido el desierto: la falta de lugar, un espacio móvil
que construye y disuelve sus propios espejismos; lugar de la más furiosa
erosión: la que borra lo que huella. Construir en el desierto es entregarse a
ese soplo cálido, a ese mordisco de la luz. Por eso se trata de una crítica
desde lo neutro:29 eso que promueve y
precipita un saber sin caer nunca bajo su ley.
En lo neutro se carece de iglesia y de causa; allí nada
respalda y se anda sin resguardo y sin meta. Tarea de mono o de amante porque
ellos atentan en cada gesto contra lo que creímos nuestro aval más seguro: la
consistencia del sujeto. Cada repetición simiesca, cada abrazo del amante
hieren nuestra integridad porque es una crítica de nuestros límites. Esa palabra
dicha desde lo neutro es vista de reojo por la ciencia y el sentido común; de
allí que se la relegue a la noche de la literatura.
Todo acercamiento al texto desde aspiraciones científicas
(aspiración de un conocimiento objetivo y racional) condena el ejercicio de la
crítica a la búsqueda de un resultado: una acumulación y solidificación del
saber, una sistematización de los hallazgos, una seriedad terminológica que
impide los robos y desautoriza las pasiones. Esto deja a un lado toda
insensatez del discurso y olvida la
diseminación30 del sentido para
quedarse con la positividad de los signos. Al permanecer dentro del circuito de
la comunicación, se apartan de esas pérdidas del mensaje: la significación, el
movimiento del sentido.
Los críticos suelen convertir la escritura en literatura,
el amor en matrimonio, el saber en una clase y la risa31 en una máscara. Sin
embargo, no se trata de cuestionar a la crítica sino de señalar sus límites,
esa paradoja que subyace en todo saber y lo convierte en un desastre y en un
desierto: la cinta de Moebius.
Obsesionados por el fantasma de la completud, nos hemos
empeñado en ordenar, jerarquizar y alcanzar resultados. Una cierta idea de la
ciencia nos ha acostumbrado al afán de coherencia, infundiéndonos desconfianza
hacia todo pensamiento confuso o plural. Y los críticos parecen coincidir en un
mismo temor o desdén por eso que en el texto ya no es la palabra sino
insensatez –miedo a esa “materialidad de la idea que se entrega furiosamente al
sueño” (Mallarmé). Pero toda actitud crítica supone el ejercicio de una lucidez
insomne que es la recusación sin tregua de sí misma: la vacilación del
resultado.
Pero la exactitud no conoce el humor ni el amor –y la
razón es ese soporte que les impide entrar. Así, lo que puede astillar ese
pensamiento le viene siempre de afuera (de Galta): es el viento del desierto
que sopla como una carcajada. El mono, el amante, son ese aire que irrita y
desgasta la racionalidad. Ellos carecen del poder avasallador de las
demostraciones, las fórmulas y las ideologías, pero se contentan con instalar
en el centro mismo del edificio ese soplo que es como “una espera hecha de
irritación y de impotencia” (Paz).
Por eso, afirmar el acto crítico sin la coartada de una
disciplina formal para arriesgarlo al desierto de la escritura, pero es también
salvarlo del congelador del saber: salvarlo del poder y regresarlo al esplendor
de lo móvil: al cuerpo de Esplendor en la terraza de las apariciones: esa
lúdica lucidez –la pluma solitaria y trastornada que, como Zaratustra, es un
desterrado de toda verdad: nada más que payaso, nada más que poeta.
1 El volatinero: el que cayó
a los pies de Zaratustra, maltrecho y deshecho pero aún vivo: el que perdió la
cabeza y la cuerda por hacer del peligro su profesión. Cf. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, discurso
preliminar.
2 Octavio Paz, El mono gramático (1972),
Barcelona: Seix Barral, 1974.
3 La terraza
de Galta: lugar desocupado y a la espera, lugar donde persisten en su movilidad
y se entregan a su lubricidad (lo lúbrico: lo resbaladizo). Lugar de vacilación
anterior al poema: intervalo de la vision: “simplicidad, necesidad, felicidad
de un rectángulo perfecto bajo los cambios, los caprichos y las violencias de
la luz”. (Ibid. p. 34)
4 La hora unida: la del reloj en que se lee
el azar infinito de las conjugaciones, la del presente absoluto de las cosas,
la medianoche de Igitur.
5 Octavio Paz, Ob. cit., pp.
11-12.
6 Maurice Blanchot, L’entretien infini, París: Gallimard, 1969.
7 Georges Bataille, Oeuvres Completes, Vol. V, París: Gallimard, 1973,
p. 267.
8 Octavio Paz, Ob. cit., p. 17.
9 Lo gramático:
lo que procede de la “grama”, la huella: la cicatriz que marca una falta: todo
lo que no déjà resumir en una forma de presencia (el ser, la identidad, la
conciencia). Es lo que remite el signo a una exterioridad radical: es la
condición de la cadena significante –lo que arranca un signo a toda noción de
expresividad. Pensar la huella en pensar fuera del circuito de repression
instituido por el logos (en el interior de ese circuito se han establecido las
condiciones de la ciencia: objetividad y racionalidad). En relación con la
teoría del texto, lo gramático (lo gramatológico) sería un proceso de
desconstrucción de los presupuestos científicos de la lingüística que permitía
abordar al signo por su falta. Cf. Jacque Derrida. De la grammatologie, París: Minuit, 1967.
10 George Bataille, Ob. cit.,
p. 251.
11 Lo
tópico: lo que pertenece a un lugar: no las presencias que lo llenan sino
el sitio, la posición. No lo especial de la escritura sino ese incansable juego
que la quiebra.
12 Roland Barthes, Roland Barthes,
París: Seuil, 1975, p. 182.
13 Lo incesante: el destino de
la literature –ir hacia sí misma, hacia su desaparición. Un movimiento irónico
sin punto de sujeción. Lo incesante en esa palabra neutra que se habla
excluyendo toda intimidad: la exigencia que lanza al que escribe la amenaza de
lo impersonal: el ocio de una palabra vacía –ese movimiento de donde salen
todos los libros, el punto original donde la obra se arruina, pero al que debe
tender irremisiblemente. Esta noción la apunta Blanchot en Le livre a venir (París: Gallimard, 1959).
14 La escritura:
una contra-comunicacióny un sobre (o sub) sentido. El acto irreductible a la
enunciación. La escritura no puede explicarse ni resumirse: un acto
intransitivo, dice Barthes –una perversion (lo que se determina del lado del
goce). Dice Barthes que comienza cuando el habla se hace “imposible” –como un
niño malcriado. Es una práctica y no un valor: el movimiento que desencaja los
ejes de referencia. Por eso escribir es apartarse del signo como presencia y
equivale a instaurar su falta. Es uno de esos procesos en los cuales el sujeto
se pone en cuestión: crisis de la unidad del sujeto y su conciencia. Cf. Roland
Barthes, Le degré zero de l’ecriture (París:
Seuil. 1953) y Le plaisir du texte.
15 Cf. Jacques Lacan, Écrits.
París: Seuil, 1966.
16 Octavio Paz, “Carta a León Felipe”, Ladera Este, México: Joaquín Mortiz,
1969.
17 Mallarmé,
Igitur.
18 El texto: el cuerpo. Lugar donde se inscribe el deseo y su repression. Espacio por lo tanto translingüístico donde la universalidad significa y la unidereccioal de la comunicación se ven obstaculizadas y la palabra se lanza hacia un conjunto de enunciados anteriores y sincrónicos (el campo de la intertextualidad), lo que hace de esa palabra no un sentido sino una productividad (convierte la lengua en un trabajo). Un tipo de funcionamiento del lenguaje (un uso no comunicativo, no representativo, ni expresivo) donde el sentido no se lee en el hilo del discurso sino en un espesor. Cf. Julia Kristeva, Semiotiké (París, Seuil, 1969); Roland Barthes, S/Z (París, Seuil, 1970) y “Jeunes chercheurs”, Communications, N º19.
19 Octavio Paz, El mono gramático, p. 36.
20 Cf. Maurice Blanchot, L'entretien infini.
19 Octavio Paz, El mono gramático, p. 36.
20 Cf. Maurice Blanchot, L'entretien infini.
21
George Bataille. Ob. cit., p. 267.
22
Julia Kristeva, La révolution du lenguaje poétique, París Seuil, 1974, p.
22-30.
23
Octavio Paz, Salamandra (1958-1961), México: Joaquín Mortiz, 1962.
24
El bufón: uno que se entrega al
vértigo de la máscara, eludiendo esa única máscara en la que los otros se fijan
(el yo –la identidad). El bufón es el fool,
el loco, y en el loco habla siempre la palabra del otro –la palabra desatada e
irreprimible en la cual el loco dice lo que al cuerdo le está prohibido decir.
25 Julia Kristeva, Semiotiké.
26
TelQuel, Nº 14 (eté 1963), p. 70.
27
Georges Bataille, Ob cit., pp.
411-412.
28
La luz: la claridad. Lo que ciega y
revela a la vez. Como el lenguaje, la luz configura presencias y las disipa. La
luz es la meta móvil de toda “peregrinación hacia las claridades”. Pero la luz
no es la transparencia. La luz es el desfiladero, la herida del ojo. La luz
despedaza la unidad, la fragmenta y confunde. Mientras que la transparencia
sería la posibilidad de la mirada, lo que supera el aislamiento sin regresar a
la unidad: lo que mantiene la lucidez de la alteridad. [Sobre estos términos,
consúltese un libro de Octavio Paz, La
apariencia desnuda (México: Era, 1973), y dos textos de Guillermo Sucre: La máscara, la transparencia (Caracas:
Monte Ávila, 1975) y “Entretextos”, Vuelta,
Nº 6 (mayo, 1977).
29
Lo neutro: un momento de
no-contradicción y de no-sentido (no saber), una experiencia de la negatividad
que conduce al despegue, a la separación: un devenir de interrupción, dice
Blanchot. En lo neutro las cosas se hurtan a cualquier posición, a toda fijeza.
Es una espera –un no poder. En lo neutro, sólo la intermitencia tiene la
palabra. Cf. Maurice Blanchot, L’entretien
infini.
30
La diseminación: la diferencia
seminal: una noción ciega y atraviesa el horizonte semántico. Sería algo así
como la cuenta total en formación de la que hablaba Mallarmé. Desmontaje y
desconstrucción de la lengua, de la representación. Práctica indirigible (o
indigerible): una puesta en escena del infinito semántico que obstaculiza el
regreso del texto a un cierre expresivo o representativo. Al marcarse la
pluralidad generativa, el suplemento de la escritura y la falta constitutiva
del signo, los límites del texto se quiebran, imposibilitando toda
formalización exhaustiva. Cf. Jacques Derrida, La dissemination (París: Seuil, 1972) y Positions (París: Minuit, 1972).
31
La risa: un efecto de lo desconocido
(la risa opera en una disyunción). Acto irreflexivo que introduce la grieta. Un
bostezo, una alternancia: una disonancia y un derroche (lo improductivo). La
risa es un salto insostenible: lo inaccesible al discurso. Cf. George Bataille
(Oeuvres).
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