Monday, May 21, 2012

Poesía y locura en Rafael José Muñoz, Hanni Ossott y Armando Rojas Guardia



Ejemplo de Planteamiento del Problema.

Por Álvaro Mata





 
“Son más bellos los sueños de los locos
que los del hombre sabio”
Charles Baudelaire



Para nadie es desconocido el vínculo que existe entre la creación y la locura. Desde que comenzó la reflexión sobre la poesía con Sócrates y Platón, ya se hablaba del elemento “divino” que la caracteriza(ba). El poeta, al ser poseído por las Musas —semidiosas de la antigüedad relacionadas con la inspiración y el entusiasmo— era víctima de un trance que le otorgaba el don de escribir como si tomara dictado.
Nos dice Platón que todo hombre es incapaz de escribir ningún verso auténtico si no es tocado por las Musas, si no se le concede el elemento divino, el arrebato. Aunque salgan de la mano del hombre, los versos no son más que la palabra divina expresada a través del poeta, quien se convierte en una especie de médium: “Son los órganos de la divinidad los que nos hablan por su boca” (2000: 112). Siendo así, la poesía está relacionada con el misterio, con lo sobrenatural, con lo que no es del todo humano.
La idea del poeta como médium encuentra eco siglos después en la conocida carta que William Wordsworth le dirigió a Richard Woodhouse, donde plantea que: “Un poeta es lo menos poético de la existencia, ya que carece de identidad desde el momento en que se ve continuamente en la necesidad de ocupar el cuerpo de otro” (Cadenas, 2000: 471). Ocupa cuerpos, y es ocupado por ellos. Por su cualidad de intermediario, tiene un pie en esta orilla, y otro en el mundo de las imágenes, de los reveses. Es el poeta el que transmite, tocado por un-no-sé-qué, lo que los demás no están en condiciones de ver. Por lo tanto, esta capacidad es a medias bendición y maldición. ¿Cómo podríamos llamar a ese estado de posesión?
José Ferrater Mora, en su Diccionario de filosofía, habla de “un delirio o furor que se apoderan durante un tiempo de un hombre y le hace hablar o actuar en formas distintas de las usuales, y, en todo caso, extra-ordinarias” (2001: 2174), lo cual limita con el estado de éxtasis propio de la creación. A ese estado, Ferrater Mora lo llama locura.
Por supuesto que la locura, así definida, no es un estado exclusivo de los creadores; recordemos los pueblos primitivos, donde este tipo de conducta es usual en los ritos religiosos. Incluso en la Edad Media, la epilepsia, la lepra, los retrasos mentales y cualquier otro tipo de comportamiento fuera de las reglas establecidas, se consideraba locura. Es decir, que este concepto varía con el tiempo.
Michel Foucault es uno de los que más ha estudiado a fondo la relación locura-poesía, y dice que: “El loco es el portador de la verdad y la cuenta de un modo muy curioso. Porque sabe muchas más cosas que los que no están locos: tiene una visión de otra dimensión (…) El poeta como simetría cercana al loco es el que se encuentra con los parentescos huidizos de las cosas, con sus similitudes dispersas” (1999: 233). Y si echamos un vistazo a la poesía universal, encontraremos que muchos son los casos de poetas poseídos por la locura. ¿Cómo olvidar los arrebatos místicos rayanos en la locura de Santa Teresa y San Juan de la Cruz? ¿Cómo dejar de lado a Hölderlin, loco de erudición, encerrado en su torre de Tubinga? ¿Y qué de Lautréamont vagando por las orillas del Sena? ¿O al mismo Nijinsky escribiendo versos con su cuerpo en el aire mientras danza? ¿Es el testimonio de Sylvia Plath mero artificio literario? ¿Qué nos anticipaba el primer plano del rostro de Antonin Artaud en la Jeanne d’Arc, de Dryer? ¿Podemos acaso obviar el verbo poético de hueso de Alejandra Pizarnik?
En la tradición poética venezolana no son pocos los tripulantes de la stultifera navis. José Antonio Ramos Sucre sufría de trastornos de sueño y depresiones agudas que lo condujeron al suicidio, lo que puede tomarse como una variante de locura. Si bien no se trata del testimonio de un loco, su obra transpira insomnio, presencias y latencias que no sin dificultad podríamos relacionar con la locura.
Pablo Rojas Guardia, en el prólogo a Acero, signo (1937), confiesa su propia experiencia con la locura: “En el año de 1932, mi poesía —la manera como yo miro y descubro el mundo con los ojos de mi inconsciente— sufrió un colapso. Encerrado dentro de tres paredes —triángulo de roja y negra locura—, mis sentidos tuvieron oportunidad de hiperestesiarse”. Este colapso, según nos cuenta, se tradujo en “12.240 horas sin escribir una letra” (1963: 48). 

 
No fue así el caso de Ida Gramcko, cuyo libro Poemas de una psicótica (1965) es uno de los primeros testimonios extensos en nuestra tradición poética (ciento cincuenta páginas de apretada grafía) donde se habla sin tapujos de la propia locura y de la curación, pues la autora, en una nota previa, se “alegra” de saber que “aun durante mi enfermedad, yo continué siendo poeta” (p. 6); siguió escribiendo, a diferencia de Pablo Rojas Guardia.
También en toda la obra de Ludovico Silva es patente la experiencia psiquiátrica, y, más recientemente, en la de Cecilia Ortiz. Un caso curioso son los poemas de Miguel James, paciente psiquiátrico, esquizofrénico, en cuya obra no se cuela ni un ápice de esta experiencia, pero no así en los textos de Martha Kornblith, donde la estulticia consum(i)ó la vida de una prometedora poeta.
Sin embargo, es en la obra de Rafael José Muñoz, Hanni Ossott y Armando Rojas Guardia en las que quiero detenerme para observar cómo se manifiesta la locura en cada uno de estos poetas y en su trabajo.
La lucha política en la vida de Rafael José Muñoz fue fundamental para configurar su obra. Como tantos intelectuales de la época, peleó contra la dictadura del militar Marcos Pérez Jiménez, lo que le valió cárceles y torturas; y en los años sesenta, ya en la democracia, apoyó los movimientos guerrilleros de las montañas. Estos vaivenes políticos le produjeron no pocas crisis psíquicas que lo obligaron a recluirse en clínicas de reposo. En esos períodos comienza a escribir poemas con una profusión poco común: hasta veintiséis en un mismo día.
En El círculo de los tres soles, su libro más conocido, las disfunciones comunicativas disminuyen la inteligibilidad del discurso, cuyo sentido global es casi inaprensible. La obra cuenta con momentos memorables, pero difícilmente se puede percibir un hilo conductor. La estulticia se enseñorea en estas páginas. Se trata de un enigmático testimonio que “nace de una gran tensión interior, de un inconsciente trabajado por las más terribles pruebas personales” (2001: 276), como señala Guillermo Sucre en La máscara, la transparencia.
En su ensayo “El poeta y la enfermedad”, Hanni Ossott dice: “La poesía contemporánea es una poesía del alma, del alma herida. Ella está próxima a la enfermedad del ser y a su vigor y salud. El poeta es el cantor de la enfermedad (…) Su obra es cura y enfermedad” (2008: 875-876). Desde este ángulo me gustaría abordar algunos textos de su último poemario, El circo roto, publicado en 1996 y culminado en 1993, “en Caracas y en la Casa de Reposo San José (San Antonio de los Altos)”, según una nota al final del libro. Por ese dato y por su contenido, puede leerse como cuaderno de viaje por los intrincados caminos de un proceso psicótico. Así lo comprobamos sin dificultad en el poema “Las pastillas” —dedicado “a los médicos psiquiatras”—, cuyo colofón traza el arco de tiempo de los tratamientos psiquiátricos: “Desde mi experiencia en Londres 1980 hasta los actúales momentos, Caracas 1993”.
Los poemas de El circo roto, desde un lenguaje sencillo y directo, nos hablan sin tapujos de un proceso psíquico en plena evolución. No es el testimonio alucinado de un loco delirante. Por el contrario, este libro parece estar escrito para tomar consciencia de ese proceso. Es el poema el que da forma a la locura y, de alguna manera, ayuda a diagnosticarla: “La poesía como estado es enfermedad, el poema la salud. Desde el fondo de la tormenta, desde el delirio se yergue un lenguaje, el poema (…) La escritura poética es un punto de salud en cuanto a que traduce y ordena ese material caótico y confuso” (2008: 882-883). La escritura es la sanación, es ella a la que apuestan los poetas; en ella tienen más fe que en las pastillas.
También Armando Rojas Guardia es uno de los pocos poetas venezolanos que ha atravesado severas crisis psíquicas y ha sido capaz de dejar un testimonio coherente y ajustado a la experiencia en toda su escritura, especie de mapa que conduce al corazón de las tinieblas del inconsciente.
En el año 2008, Rojas Guardia publicó “La desnudez del loco”, un largo texto que evidencia un profundo aprendizaje sobre su propia experiencia en un hospital psiquiátrico: “El poema está dedicado a Jean-Marc Tauszik, que es mi actual terapista, porque a mediados del 2004, después de una magistral interpretación de un sueño que llevé a la consulta, él me dijo lo siguiente: «Armando, así como Rafael Cadenas le dedicó un poema a la derrota y otro al fracaso, tú deberías dedicarle un texto literario a la locura, la cual ha significado para ti no sólo una fuente de conflictos interiores, de sufrimientos y de ‘noches oscuras’, sino también un impulso psíquico y espiritual hacia niveles superiores de consciencia»” (2006: 69), dice en una entrevista a Ana María del Ré.
La faceta ensayística de Armando Rojas Guardia tampoco obvia las experiencias psicóticas; por el contrario, son el componente primordial de sus textos en prosa. En El dios de la intemperie (1985) la emprende contra cierta psiquiatría: “En contra de cierta banalidad psiquiátrica convencional, estoy igualmente convencido de que mucho de lo que ésta llama «enfermedad» es una forma de lucidez” (2006: 69). El calidoscopio de Hermes (1989) gira y muestra siluetas que hablan de la “paz inapelable” lograda a través de la “auténtica plegaria”, gracias a la cual “no me he vuelto loco y me mantengo vivo” (Ibidem: 204). Y Crónica de la memoria (1999) es una lujosa narración —que podríamos comparar a una charla con Rafael López Pedraza, terapeuta-Virgilio del poeta— en la que el poeta se dirige a sí mismo: “La locura es —lo pensabas mientras convalecías, sentado en medio del patio interno de la clínica— una ocasión para leer criptográficamente mensajes ontológicos que sólo ella devela. Con razón, el loco era tenido en la Edad Media como un hierofante” (Ibidem: 387).
A través de una lectura ceñida del testimonio de estos poetas-pacientes psiquiátricos, convertido en objeto textual acabado: los poemas, intentaré rastrear el vínculo entre locura y poesía tantas veces intuido y sugerido por muchas obras.
 

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