Friday, May 23, 2014

El trayecto crítico, de Juan Carlos Santaella




 
A lo largo de estos últimos años y como natural consecuencia de las variadas lecturas y análisis de textos que he logrado efectuar desde un plano aproximadamente crítico, no pude evitar formularme un concepto de crítica literaria que, por encima de todas las exigencias académicas e intelectuales del momento, se haya constituido como un hecho evidente de creación. Reconozco, sin duda, que esta definición particular con respecto a las funciones concretas de la crítica literaria, atraviesa por un camino de inevitables imprecisiones, puesto resulta difícil concebir la crítica literaria a partir de constantes filiaciones subjetivas e inmanentes. En algunas oportunidades, traté el tema desde esta perspectiva específica corriendo todos los riesgos que
tal concepción manifiesta. En la actualidad, son muchas las maneras que conducen a la clarificación e interpretación de las obras y ninguna de ellas luce más peligrosa que aquella, cuya concepción a grandes rasgos inmanente, se detiene en los aspectos menos técnicos, menos científicos y menos racionalistas. En el fondo se trata, como veremos, de una visión personal del arte y la literatura, la cual pretende valorar los productos literarios desde nociones éticas y filosóficas y no desde la inminente corporeidad del significante. No pretendo decir con esto que las únicas explicaciones válidas y completas de las obras sean aquellas que toman, como punto de partida, elementos de inequívoca procedencia psicológica o moral. Sería arbitrario, e incluso dogmático, pretender esta única posibilidad. Si bien la crítica, cualquiera que sea su interés y su objetivo, se comprende como un saber en el cual concurren diferentes puntos de vista materializándose en una multitud de variados saberes, resulta legítimo suponer que uno tome partida por aquel saber que mejor responda a nuestras creencias y convicciones literarias. En consecuencia, siempre estimé válido utiliza el concepto de crítica en tanto el mismo remita indefectiblemente a la creación y, desde entonces, he procurado sostener en mis trabajos tal aspecto. Uno de los pilares que convertí en referencia permanente a la hora de abordar estas cuestiones, es el que concibe al crítico como un ser capaz de establecer con lo literario profundos vínculos imaginarios. Esto significa, en primer lugar, que el sujeto que pretende hacer crítica literaria debería estar habitado por un impulso no sólo de orden informativo y pragmático, sino, al mismo tiempo, poseer una especial disposición imaginaria para afrontar los textos con un discurso que sobrepase las seguridades cognocitivas. En este punto, no basta con tener una suficiente acumulación de datos y teorías que puedan estar a la orden de cualquier interpretación; es necesario, también, que esta oferta de elementos teóricos se conjuguen de tal forma que produzcan revelaciones del sentido muy cercanas a las iluminaciones poéticas del texto estudiado. Todos conocemos, por intermedio de experiencias propias en torno al manejo de las obras, que un discurso crítico que Se imposibilita para adquirir a todo lo ancho de su trayecto una dilatada magnitud imaginaria, cae, irremediablemente, en la más franca desolación descriptiva. En todo trabajo crítico tiene que haber, sin duda, una importante reflexión metodológica y esta reflexión, tal y como la entiende Jean Starobinski, “acompaña al trabajo crítico, lo ilumina oblicuamente, se enriquece gracias a él y lo rectifica a medida que progresa, a la vista de los textos estudiados y de los resultados conseguidos”. Pero a estos resultados no se llega exclusivamente cuando se toma, de una manera unilateral, la aparente excelencia del método empleado. La gran tentación en materia de crítica literaria consiste en utilizar las propiedades explicativas de algunos métodos (estructuralismo, semiótica, psicoanálisis o sociología de la literatura) con el fin de arribar a conclusiones mecánicas en el proceso de análisis de los textos. El error reside, a mi modo de ver, en violentar las condiciones naturales de una obra para que ésta pueda funcionar de acuerdo a las leyes del método utilizado. Esta mecanicidad es, en realidad, poco imaginativa y nada relacionante, porque parte de principios ya establecidos a priori en el sistema crítico, logrando con ello que las obras permanezcan, en muchos niveles, oscuras y sensiblemente solitarias. De hecho, toda obra existe de una manera independiente y su propia condición es la soledad, toda vez que aquella se separa del autor. Sin embargo, esta soledad puede ser colmada cuando la obra encuentra un interlocutor perfecto, es decir, alguien que con ciertos instrumentos críticos logra que la misma alcance una mayor resonancia, una receptividad idónea y un eco admirable, completando un circuito iniciado en el escritor y terminado en el lector.
            La critica cumple funciones. muy precisas. y una de éstas es, tal y como fue definida por Octavlo Paz, inventar una literatura, otorgarle una presencia constante, haciendo que las obras se relacionen entre sí. De esto se desprende la urgente necesidad de poseer elementos clarificativos para llegar a ese momento importante de la invención literaria. Decía Oscar Wilde, que “una época sin crítica es, o bien una época en que el arte es inmóvil, hierático y restringido a la imitación de tipos formales, o bien una época que carece de arte en absoluto”. Desde luego no creo que estemos, en los actuales momentos, experimentando una situación como ésta. Pero, no obstante, a veces se siente que se producen teorías críticas que les cuesta establecer un vínculo estrecho con su tiempo. Desde el punto de vista intelectual, estas teorías guardan muy poca relación con el contexto literario inmediato, creándose así un evidente divorcio entre el sentido o la pluralidad de sentidos de las obras y todas aquellas respuestas que ensaya el método sin mayores éxitos. Es muy importante mantener un vínculo ceñido entre las
obras y la crítica; vínculo que sólo se logra cuando entendemos las razones históricas en las que se fraguan las primeras. Esto no indica que estudiemos una obra por su carácter o parentesco histórico, sino procurar que nuestra reflexión crítica esté inserta en un tiempo específico, dentro de unas coordenadas intelectuales nítidas y transparentes. Los modelos críticos que
se han desarrollado desde principios de siglo con los aportes esenciales de los formalistas rusos, quienes por lo demás sentaron las bases de una reflexión literaria moderna, han tenido la fortuna de otorgarle al escritor aquello que Roland Barthes denominaba presencia histórica, vale decir, “la seguridad de que (éste) participa a un tiempo en un combate, en una historia y en una totalidad”. Desde luego que esta participación no puede realizarse si tomamos en cuenta un fragmento de esa gran totalidad, tal y como ha pretendido siempre la crítica de origen marxista, al querer ofrecer explicaciones automáticas con respecto al fenómeno literario. Las obras literarias son susceptibles de ser explicitadas desde varios ángulos críticos, pues todo depende en principio de las mismas obras que son, en última instancia, las que sugieren los mecanismos que deben emplearse para su estudio. No hay leyes ni conceptos determinados que nos permitan, por más audaces y perfectos que sean, obtener un margen definitivo de análisis de los textos literarios. En todo recorrido crítico son muchas las fronteras que es necesario traspasar y son variadas las sendas que conducen a sostener juicios más o menos concluyentes. Las diferentes lecturas que se pueden hacer de una obra, nos permite reconocer la riqueza interior que en toda obra existe y la cual demanda interpretaciones críticas que respondan a esa multiplicidad de lecturas. En todo caso y atendiendo a un rigor analítico imprescindible en cualquier crítica, no podemos convertir en caos interpretativo esa suma de impresiones que surgen de las distintas visiones que extraigamos de algún texto en cuestión. También el trabajo crítico su expresión, requiere de un ordenamiento conceptual mínimo, exige una apropiación ideológica, de la puesta en marcha de un inevitable complejo de pensamiento, el único, en realidad, que puede sostener todo el edificio crítico. No se debería hacer crítica literaria si no se tiene de antemano una concepción filosófica del mundo, si nuestras ideas no están sujetas a ciertas estructuras y certezas del pensamiento. Aun una crítica de inspiración psicoanalítica y fuertemente ligada a procesos fenomenológicos del orden de lo imaginario, como es toda la fascinante obra de Gaston Bachelard, tiene en su base una razón conceptual que la legitima siempre. Por otro lado, el rigor crítico, tomado en su peor sentido, puede conducir a un enfriamiento cognoscitivo y a un enturbiamiento de las ideas. La voluntad de perfección que en determinados momentos adquiere el estructuralismo en su fase más lingüística, condujo a la crítica literaria hacia zonas de total oscuridad semántica. Esta especie de nigredo estructural, a decir de los hindúes, cuyas prácticas más comunes consistieron en potencializar al máximo los útiles esquemas propuestos por Saussure y Levy Straus, terminó comportándose como una máquina infinita capaz de generar explicaciones y fórmulas que en apariencia servían para todo. El otro extremo del esquematismo estructural ha estado focalizado en una crítica de fuerte extracción poética, cuyo discurso crítico es manejado en términos absolutamente metafóricos. La metaforización, en este caso, se entiende como una vía a través de la cual los comentarios críticos tienen que adquirir un valor y una verdad, por así decirlo, lírica. Gran parte de los discursos críticos empleados en la actualidad, sobre todo en Venezuela, tienen, en esta vertiente esteticista, sus más enconados oficiantes. La metaforización crítica no dice nada sobre
la obra o muy poco. Al contrario, ella colabora en su ensombrecimiento, en su vaciedad ideológica.
            Este planteamiento nos impulsa a una conclusión de enorme importancia en el ámbito de la crítica literaria la cual es, por consiguiente, entender que todo discurso crítico es un “discurso intermediario”, es decir, un discurso que, según Michel Charles, no es “ni completamente científico, ni es completamente un discurso de ficción. Este punto intermedio de la crítica permite inferir que, por una parte, es imposible formular eso que algunos tecnócratas de la literatura denominan una “ciencia de lo literario” y, por la otra, construir un
supuesto sistema crítico basado en un profundo, e incomprensible sentido lírico, en una ficción más. Quisiera en este momento concentrar estas obsevaciones relativas a la crítica literaria, en un aspecto bien dilucidado por Michel Charles en un importante artículo intitulado “Los discursos sobre los discursos”, que forma parte de una investigación más amplia conocida
como El árbol y la fuente. Al respecto, este autor impone una diferenciación tajante entre lo que él considera una “crítica profesional” y una “crítica no profesional”. De la primera sostiene que es, por excelencia, especializada por cuanto “elabora un discurso de saber” bien reglamentado y ordenado con la simple finalidad de trasmitir ese saber especial. De la segunda deduce que se funda en un placer, en un gusto donde es el goce y no el conocimiento científico, su objeto. En seguida Charles concluye observando que “si la crítica profesional trasmite un saber, la otra comunica eso que pudiéramos llamar una experiencia”. De esta manera tenemos, entonces, dos vertientes muy precisas -el saber y la experiencia- que con los propósitos particulares y los medios de los que se valen, determinan la complejidad del discurso crítico en toda su extensión. Con toda probabilidad, creo situar mi propia práctica crítica en el orden del deseo y de la experiencia; en consecuencia, la no profesionalización que a menudo he pretendido sostener con respecto a la crítica, determinó en buena parte la descripción de los objetos elegidos para tal fin. Las dos críticas señaladas anteriormente no pretenden marcar separaciones cualitativas, pues éstas nada más pretenden establecer rasgos y objetos de estudio y aproximaciones específicas en cuanto a la comprensión de las obras literarias. Sin embargo,
no podemos dejar de reconocer que la crítica profesional se funda sobre un estatuto científico, mientras que la otra toma partido por lo imaginario, por el placer que revela la experiencia de lo literario. Esta última crítica, muy conectada con las latitudes imaginarias que en el texto se inscriben, nos hace suponer que desde esta perspectiva podemos iniciar un recorrido escritural que traspasa innumerables territorios, deteniéndose en aquello que la voz del texto emite desde sus sonoridades interiores. Porque siempre hemos de partir del texto mismo, sean cuales fueren las verdades que deseamos extraer de él. Toda crítica debería contemplar espacios de incertidumbre, sitios donde el sentido circule ambiguamente, rincones donde las palabras estallen en una infinitud de rostros. Starobiaski reconoce que “toda buena crítica tiene su parte de verbo, de instinto, de improvisación, sus golpes de suerte y sus estados de gracia”. Desde luego no es del todo el instinto lo que mueve las valoraciones críticas, pero tampoco lo es el esquematismo lingüístico ni la retórica sociológica al estilo de Pierre Macherey y de otros tantos más. Deseo concluir señalando que la crítica literaria es, cualquiera sea su objeto, la cristalización conceptualmente ordenada y explicada del genio creador, cuya última finalidad, tal como la expresó Starobinski, es “descubrir en el interior de los textos, tanto en su estilo como en sus tesis explícitas, los índices variables de escándalo, de oposición, de escarnio, de indiferencia, en suma, todo aquello que en el mundo contemporáneo, da a la obra con genio su valor de monstruosidad o de excepción sobre el fondo de la cultura en que se inserta”.

T. S. Eliot y la sensualidad crítica, de Juan Carlos Santaella




No cabe la menor duda de que Los cuatro cuartetos y la tierra baldía constituyen la gran obra creativa de T.S. Eliot.
            Nadie rebajaría la importancia universal que estos dos libros han adquirido en este siglo dentro de las aportaciones poéticas más renovadoras. Especialmente en lo que respecta a la poesía inglesa contemporánea, la obra de este autor ocupa un lugar destacado y respetable. Sin embargo, no menos importancia tienen sus contribuciones ensayística y críticas, cuando leemos la considerable cantidad de trabajos que Eliot dedicó a cuestiones como la educación, la cultura y la política, reflexiones inteligentes sobre Poe, Valérie, Dante, Ezra Pound, la literatura norteamericana y otros tópicos más. Leyendo a Eliot, no al poeta sino al pensador, descubrimos dos aspectos atractivos y fascinantes al mismo tiempo. Por una parte, la presencia saludable del intelectual integral, es decir. el auténtico humanista europeo alimentado de múltiples corrientes e intereses no sólo literarios. El otro aspecto se refiere a su particular capacidad de autocrítica, lo cual hace que muchas de sus aseveraciones adquieran un alto grado de sutileza y reinterpretación muy poco frecuentes entre los intelectuales europeos de los años treinta y cuarenta. Muchas de sus opiniones fueron y siguen siendo muy polémicas. En concreto, las disertaciones acerca del tema sobre la educación y la cultura, expresan un punto de vista del autor propio de quien defendía una concepción monárquica en cuanto a la organización de ciertas instituciones de la sociedad. Todavía algunos recuerdan su famosa declaración de principios centrada en una fórmula que él, posteriormente, matizará en algunos de sus puntos: “clásico en la literatura, monárquico en política y anglocatólico en religión”. De todas maneras, habría que hacer una necesaria separación teórica entre el pensamiento de Eliot sólo circunscrito a la literatura y sus juicios sobre política, religión y educación. Esto no quiere decir que un aspecto no se interpenetre con el otro, al punto de que podamos trazar más o menos una unidad de criterios que singularice toda su obra. El hecho de que Eliot, por su especial apego a la condición monárquica, defendiera la estratificación de clases, nos invalida, sin embargo, la hermosa fuerza expresiva de sus poemas, esa terrible meditación sobre el tiempo y la condición humana llevada hasta sus más terribles límites. Edmund Wilson dice, en un largo ensayo dedicado a Eliot en El castillo de Axel, que como crítico “probablemente ha influido en la opinión literaria, del período posterior a la guerra, más profundamente que ningún otro crítico en lengua inglesa”. Con seguridad ha sido así y a tal efecto lo demuestra la claridad de sus opiniones cuando insiste en destacar a algunos autores ingleses y rechazar a otros. De Byron dice, por ejemplo, que es “una mente turbia y sin interés”. Keats y Shelley ocupan un ínfimo lugar: “ni con mucho tan grandes poetas como se supone que son”. En cambio coloca en una posición superior a Dryden y otro tanto hace con Dante, a quien dedicó un largo estudio titulado “Lo que Dante significa para mí”.
            En 1962, tres años antes de su muerte, Eliot dicta una importante conferencia en la Universidad de Leeds, Inglaterra, cuyo tema fundamental era la crítica literaria, tal y como el autor de La tierra baldía y Los cuatro cuartetos, la concebía partilarmente. Sin duda, no deja de parecer estimulante -por el carácter autobiográfico que tales observaciones tienen- el tono y la sutil reflexión personal que efectúa Eliot acerca de un oficio que le tocó muy de cerca. El título de dicha conferencia es elocuente por sí mismo, “Criticar al crítico”, y su objetivo inmediato no fue otro que trazar el desplazamiento conceptual que el propio Eliot había recorrido a lo largo de su vida como poeta, dramaturgo, ensayista y crítico. La conferencia en cuestión se sitúa en un espontáneo nivel reflexivo donde predomina un sentido claro de lo que significó para él la crítica literaria, en tanto actividad creadora y formadora del gusto estético en torno a las obras literarias. Vale la pena, pues, volver otra vez a estos puntos claves que describe Eliot a propósito de la crítica literaria, con la finalidad de conocer los rasgos íntimos de su pensamiento crítico y, además, para retomar cuestiones esenciales al hecho mismo de la función crítica dentro del singular espacio de creación que la literatura universalmente propicia.
            Desde luego que toda discusión que tenga por objeto este espinoso asunto de la crítica literaria tiene que comenzar con una pregunta de rigor: ¿Para qué sirve la crítica literaria?, la pregunta se la ha formulado Eliot al comienzo de la famosa conferencia, y como era de esperarse, las respuestas no fueron siempre concluyentes. Todo lo contrario, el espíritu que anima las elucubraciones teóricas de Eliot sobre tal hecho, apuntan hacia un territorio de dudas y conclusiones inciertas que, en efecto, responden a la sabiduría y a la tolerancia expositiva de un escritor que ya puede “distanciar” con inteligencia y mesura dicho fenómeno. En suma, la conferencia pronunciada ante un vasto auditorio de estudiantes universitarios se erige, sin duda, como una singular defensa de esta incomprendida y vilipendiada actividad. ¿Por qué es una defensa, a pesar del acusativo título que le da nombre? La razón corresponde al hecho plausible de que Eliot parte de su misma práctica como crítico, tomándose a su vez como ejemplo a través de artículos y ensayos que llegara a escribir y publicar en revistas y suplementos literarios. Eliot ejerció la crítica literaria en su aspecto más amplio y comprometedor, lo cual hace que pueda, desde luego, hablar con desapasionada propiedad del problema. Su concepción del asunto lo lleva, incluso, a establecer categorías polémicas por lo determinantes que parecen, pero no obstante repletas de atención en lo que respecta a sus virtuales definiciones. Concibe Eliot, según su particular óptica, cuatro tipos de críticos cuyas funciones están nítidamente estratificadas. Comienza por referirse al “crítico profesional” o “supercrítico”, como también lo detalla, cuya principal función está circunscrita al espacio concreto de publicación que ofrecen las revistas y los diarios. Este crítico profesional se limita sólo a dar visiones concluyentes y lapidarias de las obras criticadas, estableciendo una relación con los textos poco creativa e imaginante. Para Eliot no sería más que el típico caso de un escritor de creación fracasado o, por lo general, marcado con los rasgos de tal fracaso creativo. Esta definición es, en muchos sentidos, bastante injusta, porque quizá no se aviene a la especificidad que tal condición requiere y al grado de legítima independencia que reclama en relación al poeta, novelista y dramaturgo. Un segundo crítico Eliot lo visualiza como al “crítico con fervor”, es decir, un curioso practicante de este oficio que se ocupa de publicitar las fuentes marginales de la literatura. “Actúa -dice Eliot- como abogado de los autores cuya obra reseña, autores a veces olvidados o indebidamente menospreciados”. Un tercer crítico, Eliot lo ubica dentro del área académica y teórica, siendo de todas las actividades comprendidas en la crítica literaria, la más prestigiosa por su alto nivel de producción de ideas y saberes y también por el lugar que ocupa en el ámbito de la enseñanza universitaria. Las facetas de
este tipo de crítico abarcan variadas instancias, la mayoría de las cuales oscilan dentro del mundo de la docencia y la investigación. Esta crítica tiene un estatuto profesoral y doctoral, estando supeditada a necesarias categorías eruditas donde se mezclan distintos saberes, desde los filosóficos, pasando por los artísticos, filológicos y morales, hasta los menos densos.. El cuarto lugar en esta clasificación, que corre el riesgo de todas las clasificaciones tajantes, Eliot se lo atribuye al “crítico del que podría decirse que su crítica es un subproducto de su actividad creadora. En particular, el crítico que es además poeta”. Este punto o esta singular noción de la crítica literaria, sin dejar de lado las anteriores proposiciones, tiene la virtud de indagar en una zona donde no se suele mirar con demasiada frecuencia. Al mismo tiempo, es una posición fascinante por lo que tiene de integradora, multidisciplinaria, creadora y sublime. Diríamos que de todos los críticos a que hace referencia Eliot, éste sería el que mejor proyecta la imagen ideal de la función crítica, el que concilia perfectamente el hecho creador con la aventura interpretativa.
            En general la existencia de esta particular manera de entender la crítica literaria, está limitada de antemano al ejercicio de una común opinión que pretende descalificarla por los valores “impresionistas” y antiacadémicos que promueve. Por supuesto, es una forma de hacer crítica favorecida por los privilegios que ofrece el poseer ya una condición -poeta o novelista- que es, en sí misma, una garantía suficiente para elevar en alto grado los poderes creativos de la crítica literaria. Sin embargo, tampoco creo que la situación de poeta sea una condición esencial para tener acceso a un discurso crítico donde se pueden dar la mano la reflexión y la imaginación, la sensibilidad y el rigor. Parece haber al respecto muchos prejuicios, tanto de una parte como de la otra. No siempre un buen poeta es capaz de reflexionar críticamente sobre una obra o un autor determinado, y tampoco un esforzado crítico tiene la habilidad y la fortuna de escribir un respetable cuento o un magnífico poema. Hay condiciones y funciones que no se pueden combinar siempre porque obedecen a ritmos interiores muy específicos, a pulsiones internas que, en definitiva, sostienen el carácter y la fisonomía de una escritura. Todo el problema de los “estilos” radica, no tanto en las influencias externas, como en las fuerzas interiores que se mueven y desplazan en cada escritor formando su propio “estilo”. Los estilos no todo el tiempo responden a condiciones materiales o históricas; hay, por otro lado, una dinámica subjetiva que teje los hilos secretos de un decir propio, de una sintaxis orgánica que va a estructurar el estilo, esa voz peculiar que anima y desata la escritura del poeta y del crítico. De todas formas, esta última concepción de Eliot es la más cercana a un principio y a un concepto que es, constantemente, una aspiración a veces irrealizable. A lo largo de esta conferencia, Eliot pone en claro otros tópicos aún más importantes que la cuádruple clasificación ya descrita. Como poeta y crítico, re-
Conoce el peso de la tradición y la importancia de las influencias. “No podemos prescindir -apunta- de las influencias que ejercieron en nuestra formación las obras de creación y de crítica de las generaciones que vinieron después, ni de las inevitables modificaciones en el gusto, ni de un mayor conocimiento y comprensión por nuestra parte de la literatura que precedió a la de la época en que estamos tratando de entender”. Más adelante, y casi para terminar, aborda el problema del gusto y su manifestación estética en la obra que el crítico realiza. Se pregunta: ¿hasta qué punto y de qué manera se modifican los gustos y opiniones peculiares del crítico en el transcurso de su vida? ¿Hasta qué punto indican esos cambios mayor madurez, cuándo indican y cuándo hay que considerarlos meros cambios, ni para mejor ni para peor?. Todas estas preguntas son importantes en la medida en que originan un estado de conciencia y de alerta con respecto a los discursos, a las teorías y a las ideologías que utiliza el crítico en la explicación de la obra. Eliot estuvo, desde luego, más próximo a esa cuarta categoría del crítico como artista y desde allí elaboró una escritura, acompañada de un pensamiento, que obedecía a una pasión extraordinaria por la literatura. “Estoy seguro -escribió- de que mis teorías han sido epifenómenos de mis gustos, y ello es así en cuanto que es fruto de mi experiencia directa con aquellos autores que influyeron profundamente en lo que escribí”. Su estilo, como observaba Edmund Wilson, “es preciso y sobrio casi hasta el exceso y, sin embargo, con una especie de encanto sensual en su misma austeridad”. Es esta sensualidad de la crítica el aspecto que la conecta con la creación; la sensualidad y la lucidez del poeta que siempre estaba en cada opinión, por pedante que ésta fuera. Cuando decíamos que Eliot tenía una inusual actitud autocrítica, era por la capacidad de ver, en opinión de Wilson, más allá de sus propias ideas y a “la buena disposición para admitir el carácter relativo de sus conclusiones”. Es Eliot, sin duda un extraño y privilegiado caso de poeta seducido por la inteligencia.