Tuesday, April 29, 2014

Críticos y amantes, de María Fernanda Palacios


A propósito de un texto
de Octavio Paz:

La escritura como crítica,

la crítica como texto.


Si con Bataille partimos del carácter insensato de toda literatura, no parece descabellado conocer los despropósitos de un acercamiento amoroso al texto, aunque con ello se atente contra los indiscutidos derechos de la crítica. Es más, mientras los críticos defienden a manotazos su lugar, arrinconados frente a tantas seducciones (la ciencia, la ideología, la historia o la moda) y demasiados temores (el abismo del pensamiento que se piensa), los amantes mantienen una convivencia de otro orden: sin posiciones, contratos o sistemas que defender, desde una falta de sitio y de aval, desde una desnudez que los expone, ellos se entregan al gesto simiesco de la risa: esa disponibilidad del sentido: la vacilación del saber, el salto insostenible del volatinero1. El de los amantes es el camino de Galta, ese que escogió Octavio Paz para trazar su Mono gramático2. Un camino ausente por lo general de toda encrucijada crítica, porque el camino de Galta lo toma (lo traza) quien sólo busca incidir, nunca responder. Camino crítico por excelencia del cual, sin embargo, los críticos se alejan con un gesto impaciente de desprecio, de asco o quizás, sobre todo, de miedo. El camino de Galta, polvoso y desértico, expuesto a la huella y al viento que la borra, es ese trayecto abierto a lo provisional, a la improvisación y a la pérdida, es decir, al amor. Una de las tantas avenidas del sentido, sólo que ésta no conduce a sitio alguno, apenas se abre sobre aquella terraza3 de las apariciones y las desapariciones: lugar del cuerpo como inminencias (como texto) y del texto como aliento (como soplo): abrazo de la palabra y del gesto: La hora unida.4
Paz dice que iba al encuentro sin dirección fija y que, sin embargo, sólo lo hacía para llegar a un fin:
Búsqueda del fin, terror ante el fin: el haz y el envés del mismo acto. Sin este fin que nos elude constantemente ni caminaríamos ni habría caminos. Pero el fin es la refutación y la condenación del camino: al fin el camino se disuelve, el encuentro se disipa. Y el fin también se disipa.5

Ese único fin es en todo caso la extensión de una pregunta: interrogar sin la seguridad ni la esperanza de una respuesta. La pregunta es el deseo del pensamiento, dice Blanchot.6 Asunto de amante, pero también el fundamento mismo de la crítica.
El amante irrespeta el orden del texto (del cuerpo). Inventa el cuerpo en cada encuentro; de allí que su trabajo sea siempre provisional, revocable y plural. Si el texto se ofrece como cuerpo, el amante es esa mirada que lo hace a medida que lo recorre y, al hacerlo, lo revoca.
Si el crítico toma distancia para congelar su objeto, el amante lo pierde de vista en la cercanía del roce. Allá el texto se pierde para entregar un conocimiento ajeno a sí mismo, aquí nos asomamos a la vertiginosa mortalidad de los signos: la otra cara del saber. Eso que Bataille llamó defecto de conjunto: un cambio situado en el plano de la apariencia que revela una realidad móvil fragmentaria:7
La otra cara del saber es el tránsito:El tránsito no es sabiduría sino un simple ir hacia…El tránsito se desvanece: sólo así es tránsito.8
Para el amante, el texto (el cuerpo) es un frágil pacto de quietud que su deseo desbanda en una serie infinita de acoplamientos y separaciones: lo gramático9 por excelencia, el pensamiento de la huella que no puede insinuarse en el logos.
El camino del amante descamina al crítico, pero el texto que traza ese camino sólo puede ser un texto crítico, ya que ese camino se presenta como un lugar de retención de diferencias, no un espacio de conflicto, sino de roce. Es el camino de Hanuman –el mono: soberano del tránsito, del paso. De la grama o la huella, de la herida, diría Bataille. De la transparencia, dice Paz.
Con el amante la comunicación deja de ser eminentemente verbal para hacerse corporal (textual). Relación sacrificial y  no social: lo que comunica por el desgarrón. Porque, como dice Bataille, “un ser sólo es vulnerable en el punto en que sucumbe, una mujer bajo la ropa y un Dios en la garganta del animal del sacrificio”10
Textos como El mono gramático nos colocan ante la incomodidad de un discurso indeciso que oscila entre la teoría, la crítica y la visión. Un discurso simiesco que confunde sus huellas, se revuelca en ellas y sopla para borrarlo hasta agotarse en un perpetua reinauguración de su marcha y su risa –la risa del mono: esa que no sabe de qué se ríe. Allí no hay que buscar un pensamiento continuo, disertativo y orgánico. Por el contrario, se trata de una reflexión desencadenada (el desenfreno del razonamiento), el discurrir y no el discurso. Un trabajo sobre los límites de lo pensable: lo mortal, lo que pregunta, el gesto que saca de quicio, lo que pone en juego: el resbalón. Entonces, ni poema, ni discurso, sino escritur: un acontecimiento tópico.11
El camino de Galta no conoce ese recato del pensamiento que nos obliga a ser consistentes con lo que decimos. Acostumbrados a conseguir la seguridad en los espejos, a mirar el cuerpo como otra vergüenza, el camino del mono nos desagrada y confunde. Mono al fin, su impudicia vestidura de los signos –y el cuerpo que nos muestra no es un cuerpo de saber sino, como diría Barthes, un cuerpo de placer:
Escribir el cuerpo.Ni la piel, ni los músculos, ni los huesos, ni los nervios, sino lo demás: un eso palurdo, fibroso, peluchoso, deshilachado, la hopalanda de un payaso.12

Un cuerpo textual, irreductible al funcionamiento ligüístico y lógico de los signos. Abierto por el contrario a lo incesante.13 de la escritura. La escritura: 14 ceremonia de polvo y aire que en este texto pasa del heroísmo vegetal a un bote de basura, a una montaña famélica: un pellejo  de piedras que es una persistencia o una terraza de monos. “Preso entre las líneas, las lianas de las letras”: Octavio Paz es ese maestro de las desfiguraciones y las repeticiones. Y de la superficie del texto mana el furor incansable de una rememoración.15
Pero rememorar no es recordar. Aquí lo que cuenta no es el esfuerzo del recuerdo (asunto de conciencia solamente). Rememorar es leer el hueco de la escritura, como dice Paz a León Felipe, leer “no huellas de lo que fuimos/caminos hacia lo que somos”.16 La rememoración es la memoria que habita en el significante. Ese rastro desigual que regresa siempre en otro sitio: ese olvido que es la forma más viva de la memoria: “Soy una historia / una memoria que se inventa”, dice Paz.
En la rememoración, la historia ha dejado de ser irreversible para convertirse en un espacio de engarces, lagunas, conjunciones y disyunciones. En la página, la fijeza de las formas sostiene una vacilación ininterrumpida: el sentido como acontecimiento. La escritura como quemazón del instante: un saber hecho pedazos que es otro saber: los entredichos del saber. Allí los signos pierden su positividad para ser sólo huella, “un aquí sin dónde”: esa interrogación que sacude el sentido sin restaurarlo. Se trata de aquella palabra que se profiere “para volverla a sumergir en su inanidad”.17
El texto: 18 superficie crítica –como el mar: esa extensión de incesante contradicción con las cosas y consigo mismo. Lo contrario a la montaña, que, como dice Paz, es “la manifestación sensible del principio de identidad, inmóvil como una tautología”. 19
Si el saber de la ciencia se yergue poderoso, exacto y abarcable como una montaña, la escritura será ese otro orden de cosas que, como el mar, se alimenta y se devora a sí mismo en una agitación aparentemente inútil. Sin embargo, la inconmovible montaña carece de ese temblor que la acerca a la vida: el tránsito.
En el discurso expositivo, la palabra es solidaria de la cadena y el pensamiento se resuelve en positividad, de manera que cada pregunta presupone una respuesta.
La respuesta: esa desgracia de la pregunta, como dice Blanchot. 20 En el texto, el pensamiento y la palabra son erosionados por una disidencia íntima que lo interrumpe: allí se impone el fragmento, que es la condición de lo incesante (lo inacabado). En el texto, el sentido habita en el corte, en la falla, y su forma es el jirón. Por eso “la fijeza es siempre momentánea” (Paz).




Recuérdese la comunicación de los amantes, donde la desnudez de sus desgarraduras, “su amor –dice Bataille– significa que no ven el uno en el otro su ser sino su herida y la necesidad de perderse”. 21 También el texto comunica por la herida y exige la lectura del amante: exige que se lo penetre, que se hable con él. Es el doble desgarrón lo que permite el acceso al otro (al texto): una relación en la que ninguno queda a salvo porque la incidencia es doble y mutua. Se trata de una exigencia de escritura y no de comprensión intelectiva, de amor y no de distancia. Así, el texto arrastra a un espacio que subyace en lo escrito, un sentido que es pre-sentido, espacio que subyace en lo escrito, un sentido lenguaje donde Kristeva ha situado el ordenamiento de las pulsiones y el engendramiento del sujeto.22 De ese espacio surge la pregunta más radical –la del mono: quien descubre su parecido y su simiedad nos remite a la extrañeza del afuera.
            En “Homenajes y Profanaciones”,23 Octavio Paz escribe un conjunto de poemas que tienen por correlato explícito el soneto de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte”. Si nos mantenemos en los estrechos márgenes del crítico, sólo apreciaremos esos textos de Paz como “poemas” y el soneto de Quevedo permanecerá como referencia exterior al texto, anecdótica e irónica para algunos, fundamento temático para otros. Sin embargo, si nos desplazamos al terreno del amante, leeremos cada poema como un espacio donde se dialoga y se interrumpe el texto de Quevedo. Los textos de Paz, sin dejar de ser poemas, son una crítica al soneto de Quevedo. Pero se trata de la crítica del amante: un frotamiento de escrituras y de cuerpos, y ese abrazo es quizá la más feroz de las formas de la crítica, porque no tiene coartadas que la justifiquen.

            Pero, en las universidades, las academias y las revistas especializadas, los críticos suelen vestir otro traje y llevar otra máscara: acostumbran a gesticular como jueces o dioses, no como monos o bufones. Quizá nos hemos acostumbrado demasiado a la inmovilidad de la montaña, a respetar al rey y a patear los bufones.24 Sin embargo, en la risa del mono, en la carcajada del bufón, se insinúa siempre esa verdad que la ley no deja decir, la que se reprime o se prohíbe: la que se desconoce.

            En textos como los de Paz ha ocurrido un enchufado perturbador que anula no sólo la ilusión denotativa del lenguaje, sino también la pretensión de todo discurso sabio: la coherencia. En el texto, el lenguaje se instala contradiciendo el discurso –entendiendo discurso como esa vigilancia que mantiene el principio de identidad y que cierra toda posibilidad de mezcla, de intercambio, de indecisión. Este trabajo, para el cual hasta ahora sólo se tenía un nombre: poesía (o literatura), resulta ser también una de las tantas formas de la crítica. En el texto, además de producirse el paso del lenguaje instrumento a la lengua poética, se ha producido también una operación crítica –en el sentido casi coreográfico que Kristeva da a esa palabra: el desvío de un pensamiento sobre sí mismo. La constante reevaluación, no del objeto de estudio sino del sujeto del conocimiento y del instrumento que lo piensa. La crítica es un salto de trayectoria imprevista: lo que se dispara hacia lo desconocido. En cierto modo podría decirse que la crítica es una reflexión que no sabe a dónde va a parar, lo que no sabe ni puede saber “dónde está parado”, ya que siempre se encuentra fuera de sí, lanzada a “un más allá sin dónde”. Una búsqueda que sólo puede encontrar nuevos puntos sin remisión.

            Kristeva ha definido la semiótica como “ciencia crítica y/o crítica de la ciencia”,25 al señalar que se trata de algo menos (o más) que una ciencia. Y la define como una agresividad y una desilusión del discurso científico, en el interior de ese mismo discurso. De allí que el texto sea considerado a la vez como un proceso teórico y un trabajo crítico que opera e incide sobre otros textos y sobre sí mismo, sacudiendo de ese modo al fiel instrumento de la comunicación y haciéndose, hasta cierto punto, un cuerpo extraño al lenguaje: el texto no se manifiesta como portador de sentido sino como ajeno al sentido (su indiferencia, su otra cara): el texto es un interruptor, no un mediador.

            Respondiendo a una encuesta en la revista TelQuel,26 Gérard Genette decía que la crítica era la forma más retorcida e hipócrita que podía adoptar la literatura. Pero también lo contrario puede ser cierto: que la literatura sólo sea la forma más retorcida e hipócrita que asume la crítica. En efecto, si la literatura que se denuncia se hace crítica, la crítica que se denuncia se hace literatura. Pero esta mutua devoración de un término por otro sólo es posible cuando el crítico y el amante se conjugan en una misma operación. Cuando al escribir se asume como pedía Joyce: no escribir sobre algo sino escribir algo. En ese caso, los viejos criterios de objetividad creadora (la continuidad y/o coincidencia del sujeto con el objeto) se anulan. No debe pues confundirse la dimensión amorosa de la crítica (dimensión textual) con un regreso al subjetivismo de corte fenomenológico. No habrá un continuo (ni tampoco una separación) entre el discurso crítico y el texto objeto de la crítica, sino la continua interrupción de uno y otro, de uno sobre otro. Al texto no se lo describe ni se lo enmarca, sino que se lo acaricia –y la caricia, el mordisco, son siempre parciales. De allí que el texto como totalidad se pierda de vista. La crítica del amante escapa al monstruo de la totalidad y la obra como entidad aislada.



Decía Bataille:

El ser aislado es un engaño (…) la pareja que finalmente llega a ser estable es la negación del amor. Pero lo que va de un amante a otro es el movimiento que pone fin al aislamiento, que lo hace al menos tambalearse.27





            Hablamos del amante en el sentido aconyugal, ilícito y cómplice del término: ese que no tiene hora o sitio fijo, ese que reparte sorpresas al cuerpo y huye de toda sujeción legal. La relación con el amante es lo inestable: lo que siempre está a punto de romperse.

            A los críticos, por el contrario, sólo les importa la legitimidad de la relación que establecen con el texto y su estabilidad.

            El amante ejecuta el cuerpo del texto y eso requiere tiento y tacto, una actitud pero no un rigor. El amante no pretende desentrañar la verdad del otro cuerpo sino saber conjugarlo con el suyo –acoplarse a él: es un acuerdo con el texto: en el acorde, el sonido se entrega a lo plural e incesante de la relación: campo de juego sonoro, el acorde es esa cadena que nunca se abrocha.

            El amante busca el aliento, la respiración, el jadeo, no la estatua ni el molde. En la relación con el amante: la algarabía, la simultaneidad de las voces, el diálogo. En el matrimonio crítico: el monólogo, la imposibilidad del diálogo, toda esa dialéctica especular del amo y el esclavo.

            El amante se detiene en el pliegue, en la diferencia. Los críticos alisan, uniforman la superficie del texto: detestan la mezcla. Su instrumento es la pinza, el bisturí o el formol; su método: la asepsia más rigurosa. El amante prefiere otros trastos: la vacilación de un abanico, el fulgor de los puñales y, sobre todo, esas perversas formas del contagio.

            La crítica es la mal cosida: ni adopta hasta el fondo el rigor de una disciplina científica, ni se entrega al riesgo de la escritura: entre cielo e infierno, condenada a ese dudoso purgatorio intermedio, recuerda aquel cuerpo tibio que vomita el Angel del Apocalipsis por no ser ni frío ni caliente.

            Pero sólo el amante puede aceptar mancharse, ponerse en juego, ofrecerse –él también– como penetrable.

            El amante desnuda al texto en el centro de ese “rectángulo perfecto” ante los caprichos y las violencias de la luz,28 entregándolo a ese espacio en el que “todas las formas poseen la consistencia del aire”: La terraza Galta: ese lugar donde “las cosas persisten bajo la humillación de la luz”.

            Al contrario de su trabajo, lo que cuenta para el amante no es un método sino un capricho: lo inmotivado –que si bien otorga las alas necesarias para el vuelo, también condena a la enfermedad del desierto. Lo inmotivado es lo que se entrega a la ruina de la inminencia. Por eso –puede decirse– la crítica del amante ha escogido el desierto: la falta de lugar, un espacio móvil que construye y disuelve sus propios espejismos; lugar de la más furiosa erosión: la que borra lo que huella. Construir en el desierto es entregarse a ese soplo cálido, a ese mordisco de la luz. Por eso se trata de una crítica desde lo neutro:29 eso que promueve y precipita un saber sin caer nunca bajo su ley.

            En lo neutro se carece de iglesia y de causa; allí nada respalda y se anda sin resguardo y sin meta. Tarea de mono o de amante porque ellos atentan en cada gesto contra lo que creímos nuestro aval más seguro: la consistencia del sujeto. Cada repetición simiesca, cada abrazo del amante hieren nuestra integridad porque es una crítica de nuestros límites. Esa palabra dicha desde lo neutro es vista de reojo por la ciencia y el sentido común; de allí que se la relegue a la noche de la literatura.

        Todo acercamiento al texto desde aspiraciones científicas (aspiración de un conocimiento objetivo y racional) condena el ejercicio de la crítica a la búsqueda de un resultado: una acumulación y solidificación del saber, una sistematización de los hallazgos, una seriedad terminológica que impide los robos y desautoriza las pasiones. Esto deja a un lado toda insensatez del discurso y olvida la diseminación30 del sentido para quedarse con la positividad de los signos. Al permanecer dentro del circuito de la comunicación, se apartan de esas pérdidas del mensaje: la significación, el movimiento del sentido.

            Los críticos suelen convertir la escritura en literatura, el amor en matrimonio, el saber en una clase y la risa31 en una máscara. Sin embargo, no se trata de cuestionar a la crítica sino de señalar sus límites, esa paradoja que subyace en todo saber y lo convierte en un desastre y en un desierto: la cinta de Moebius.

            Obsesionados por el fantasma de la completud, nos hemos empeñado en ordenar, jerarquizar y alcanzar resultados. Una cierta idea de la ciencia nos ha acostumbrado al afán de coherencia, infundiéndonos desconfianza hacia todo pensamiento confuso o plural. Y los críticos parecen coincidir en un mismo temor o desdén por eso que en el texto ya no es la palabra sino insensatez –miedo a esa “materialidad de la idea que se entrega furiosamente al sueño” (Mallarmé). Pero toda actitud crítica supone el ejercicio de una lucidez insomne que es la recusación sin tregua de sí misma: la vacilación del resultado.

            Pero la exactitud no conoce el humor ni el amor –y la razón es ese soporte que les impide entrar. Así, lo que puede astillar ese pensamiento le viene siempre de afuera (de Galta): es el viento del desierto que sopla como una carcajada. El mono, el amante, son ese aire que irrita y desgasta la racionalidad. Ellos carecen del poder avasallador de las demostraciones, las fórmulas y las ideologías, pero se contentan con instalar en el centro mismo del edificio ese soplo que es como “una espera hecha de irritación y de impotencia” (Paz).

            Por eso, afirmar el acto crítico sin la coartada de una disciplina formal para arriesgarlo al desierto de la escritura, pero es también salvarlo del congelador del saber: salvarlo del poder y regresarlo al esplendor de lo móvil: al cuerpo de Esplendor en la terraza de las apariciones: esa lúdica lucidez –la pluma solitaria y trastornada que, como Zaratustra, es un desterrado de toda verdad: nada más que payaso, nada más que poeta.






1 El volatinero: el que cayó a los pies de Zaratustra, maltrecho y deshecho pero aún vivo: el que perdió la cabeza y la cuerda por hacer del peligro su profesión. Cf. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, discurso preliminar.
2 Octavio Paz, El mono gramático (1972), Barcelona: Seix Barral, 1974.
3 La terraza de Galta: lugar desocupado y a la espera, lugar donde persisten en su movilidad y se entregan a su lubricidad (lo lúbrico: lo resbaladizo). Lugar de vacilación anterior al poema: intervalo de la vision: “simplicidad, necesidad, felicidad de un rectángulo perfecto bajo los cambios, los caprichos y las violencias de la luz”. (Ibid. p. 34)
4 La hora unida: la del reloj en que se lee el azar infinito de las conjugaciones, la del presente absoluto de las cosas, la medianoche de Igitur.
5 Octavio Paz, Ob. cit., pp. 11-12.
6 Maurice Blanchot, L’entretien infini, París: Gallimard, 1969.
7 Georges Bataille, Oeuvres Completes, Vol. V, París: Gallimard, 1973, p. 267.
8 Octavio Paz, Ob. cit., p. 17.
9 Lo gramático: lo que procede de la “grama”, la huella: la cicatriz que marca una falta: todo lo que no déjà resumir en una forma de presencia (el ser, la identidad, la conciencia). Es lo que remite el signo a una exterioridad radical: es la condición de la cadena significante –lo que arranca un signo a toda noción de expresividad. Pensar la huella en pensar fuera del circuito de repression instituido por el logos (en el interior de ese circuito se han establecido las condiciones de la ciencia: objetividad y racionalidad). En relación con la teoría del texto, lo gramático (lo gramatológico) sería un proceso de desconstrucción de los presupuestos científicos de la lingüística que permitía abordar al signo por su falta. Cf. Jacque Derrida. De la grammatologie, París: Minuit, 1967.
10 George Bataille, Ob. cit., p. 251.
11 Lo tópico: lo que pertenece a un lugar: no las presencias que lo llenan sino el sitio, la posición. No lo especial de la escritura sino ese incansable juego que la quiebra.
12 Roland Barthes, Roland Barthes, París: Seuil, 1975, p. 182.
13 Lo incesante: el destino de la literature ­–ir hacia sí misma, hacia su desaparición. Un movimiento irónico sin punto de sujeción. Lo incesante en esa palabra neutra que se habla excluyendo toda intimidad: la exigencia que lanza al que escribe la amenaza de lo impersonal: el ocio de una palabra vacía­ –ese movimiento de donde salen todos los libros, el punto original donde la obra se arruina, pero al que debe tender irremisiblemente. Esta noción la apunta Blanchot en Le livre a venir (París: Gallimard, 1959).
14 La escritura: una contra-comunicacióny un sobre (o sub) sentido. El acto irreductible a la enunciación. La escritura no puede explicarse ni resumirse: un acto intransitivo, dice Barthes –una perversion (lo que se determina del lado del goce). Dice Barthes que comienza cuando el habla se hace “imposible” –como un niño malcriado. Es una práctica y no un valor: el movimiento que desencaja los ejes de referencia. Por eso escribir es apartarse del signo como presencia y equivale a instaurar su falta. Es uno de esos procesos en los cuales el sujeto se pone en cuestión: crisis de la unidad del sujeto y su conciencia. Cf. Roland Barthes, Le degré zero de l’ecriture (París: Seuil. 1953) y Le plaisir du texte.
15 Cf. Jacques Lacan, Écrits. París: Seuil, 1966.
16 Octavio Paz, “Carta a León Felipe”, Ladera Este, México: Joaquín Mortiz, 1969.
17 Mallarmé, Igitur.
18 El texto: el cuerpo. Lugar donde se inscribe el deseo y su repression. Espacio por lo tanto translingüístico donde la universalidad significa y la unidereccioal de la comunicación se ven obstaculizadas y la palabra se lanza hacia un conjunto de enunciados anteriores y sincrónicos (el campo de la intertextualidad), lo que hace de esa palabra no un sentido sino una productividad (convierte la lengua en un trabajo). Un tipo de funcionamiento del lenguaje (un uso no comunicativo, no representativo, ni expresivo) donde el sentido no se lee en el hilo del discurso sino en un espesor. Cf. Julia Kristeva, Semiotiké (París, Seuil, 1969); Roland Barthes, S/Z (París, Seuil, 1970) y “Jeunes chercheurs”, Communications, N º19.
19 Octavio Paz, El mono gramático, p. 36.
20 Cf. Maurice Blanchot, L'entretien infini.
21 George Bataille. Ob. cit., p. 267.

22 Julia Kristeva, La révolution du lenguaje poétique, París Seuil, 1974, p. 22-30.

23 Octavio Paz, Salamandra (1958-1961), México: Joaquín Mortiz, 1962.

24 El bufón: uno que se entrega al vértigo de la máscara, eludiendo esa única máscara en la que los otros se fijan (el yo –la identidad). El bufón es el fool, el loco, y en el loco habla siempre la palabra del otro –la palabra desatada e irreprimible en la cual el loco dice lo que al cuerdo le está prohibido decir.

25 Julia Kristeva, Semiotiké.

26 TelQuel, Nº 14 (eté 1963), p. 70.

27 Georges Bataille, Ob cit., pp. 411-412.

28 La luz: la claridad. Lo que ciega y revela a la vez. Como el lenguaje, la luz configura presencias y las disipa. La luz es la meta móvil de toda “peregrinación hacia las claridades”. Pero la luz no es la transparencia. La luz es el desfiladero, la herida del ojo. La luz despedaza la unidad, la fragmenta y confunde. Mientras que la transparencia sería la posibilidad de la mirada, lo que supera el aislamiento sin regresar a la unidad: lo que mantiene la lucidez de la alteridad. [Sobre estos términos, consúltese un libro de Octavio Paz, La apariencia desnuda (México: Era, 1973), y dos textos de Guillermo Sucre: La máscara, la transparencia (Caracas: Monte Ávila, 1975) y “Entretextos”, Vuelta, Nº 6 (mayo, 1977).

29 Lo neutro: un momento de no-contradicción y de no-sentido (no saber), una experiencia de la negatividad que conduce al despegue, a la separación: un devenir de interrupción, dice Blanchot. En lo neutro las cosas se hurtan a cualquier posición, a toda fijeza. Es una espera –un no poder. En lo neutro, sólo la intermitencia tiene la palabra. Cf. Maurice Blanchot, L’entretien infini.

30 La diseminación: la diferencia seminal: una noción ciega y atraviesa el horizonte semántico. Sería algo así como la cuenta total en formación de la que hablaba Mallarmé. Desmontaje y desconstrucción de la lengua, de la representación. Práctica indirigible (o indigerible): una puesta en escena del infinito semántico que obstaculiza el regreso del texto a un cierre expresivo o representativo. Al marcarse la pluralidad generativa, el suplemento de la escritura y la falta constitutiva del signo, los límites del texto se quiebran, imposibilitando toda formalización exhaustiva. Cf. Jacques Derrida, La dissemination (París: Seuil, 1972) y Positions (París: Minuit, 1972).


31 La risa: un efecto de lo desconocido (la risa opera en una disyunción). Acto irreflexivo que introduce la grieta. Un bostezo, una alternancia: una disonancia y un derroche (lo improductivo). La risa es un salto insostenible: lo inaccesible al discurso. Cf. George Bataille (Oeuvres).